Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Centenes

Cuba no tuvo moneda propia hasta 1915. Hasta entonces, y desde el cese de la soberanía española sobre la Isla, circularon aquí el centén español, el luis francés y el dólar norteamericano. No resultó fácil la aceptación de la nueva moneda y el gobierno se vio obligado a advertir que su rechazo constituía un delito y que podían ser procesados los que no quisieran admitirla. Ya en el mes de septiembre un decreto del presidente Menocal prohibía la circulación de la moneda extranjera. Pero entre la advertencia y el decreto prohibitorio entraron al ruedo los centenes falsos, que después serían muy demandados pues, confeccionados con platino enchapado en oro, valían tres veces lo que los centenes verdaderos.

El bastón blanco

No fue hasta comienzos de la década del 1930 que los cubanos privados del sentido de la vista comenzaron a servirse del bastón blanco. Les ayudaba a valerse y además les permitía identificarse como ciegos o débiles visuales. Fue una iniciativa que impulsó el Club de Leones de La Habana, que asumió como tarea la ayuda y protección del invidente.

El leonismo comenzó en 1914 en Chicago y a partir de 1917 se extendió por casi todo el mundo. Pretendía unir en clubes a empresarios y profesionales decididos a favorecer de alguna manera a su comunidad. Dichos clubes se agrupaban en distritos y cada distrito contaba con un gobernador que los regía. En Cuba, hasta 1959, había seis distritos, uno por cada provincia, y existían clubes en las ciudades principales.

Por cierto, en cada una de las directivas de esos clubes existían los cargos previsibles de presidente, vicepresidentes, tesorero, secretario... y también el de «domador» y el de «tuerce rabos», cuya función específica desconoce este escribidor.

Ya un ejemplo

La semana anterior comentábamos cómo en la Cuba del siglo XIX se confiaba a cualquiera la redacción de un anuncio; bien al tenedor de libros (contador) del almacén o a alguien de la imprenta que «sabía» escribir. Ejemplo de esto lo encontramos en Cecilia Valdés, la novela de Cirilo Villaverde, una de las cumbres de la narrativa cubana. Es un pasaje que tiene valor documental para la historia del periodismo y la publicidad en la Isla. Veámoslo.

Doña Rosa de Sandoval quiere informar sobre la fuga de una de sus esclavas y llama a Raventós, empleado de la casa, para encargarlo de la preparación del anuncio que deberá aparecer en el periódico. Pero el despierto escribiente, hábil para muchas cosas, se confiesa totalmente incapaz de asumir la encomienda. Doña Rosa entonces le indica que se olvide del asunto y visite en el periódico a cierto redactor, «que entiende de eso», para que escriba el aviso.

El voceador de noticias

A fines del siglo XIX y a comienzos del XX no figuraba aún entre los personajes populares habaneros el voceador de periódicos. No existía, sencillamente, porque los diarios de entonces tenían una circulación que solo alcanzaba a los adinerados y pudientes, quienes, por afanes culturales o por el deseo de estar informados, pertenecían o aspiraban a pertenecer a una élite que, entre sus privilegios, tenía el de gozar de la suscripción a un periódico.

El hombre que vendía el periódico por la calle y además pregonaba las noticias principales —diligente auxiliar de la prensa, como le llamó alguien— apareció más tarde como resultado de las tiradas crecientes y las sucesivas ediciones que a lo largo del día hacían los diarios y que exigían su distribución entre sectores dispersos del público.

Trilles y la gallega bigotuda

En su libro Cualquier tiempo pasado fue... Eduardo Robreño habla sobre dos vendedores de periódicos que, con años de diferencia, estuvieron apostados en una misma esquina, la de Cuba y Oficios. Allí, a un lado, está el edificio del desaparecido Ministerio de Hacienda (actual de Finanzas y Precios); en diagonal, el Hotel Florida y frente por frente a este el inmueble de una sola planta que durante muchos años ocuparon las oficinas de la Western Union, que, en opinión de Robreño, es de lo más antiguo de la zona.

De entre los tipos populares que pernoctaban en esa esquina durante las décadas iniciales de la centuria pasada, recordaba Robreño al asturiano Trelles, que tenía en exclusiva la venta de En Blanco y Negro y La Esfera, revistas madrileñas que entonces gozaban aquí de gran demanda, y a una gallega zapatuda y de bigotes que con voz estridente pregonaba sus periódicos.

«Trelles era un tipo huraño y avaro, vestido en forma andrajosa, a quien la cuota de jabón no le hubiera ocasionado problemas de ninguna clase», recordaba el cronista. Un periodista de La Discusión lo llamó «el mísero opulento». No daba ni los buenos días y comía de las sobras que le suministraban las fondas de los alrededores, a cambio de las cuales se ofrecía para fregar los platos. Cuando murió —y su muerte nunca se esclareció del todo— dejó una fortuna de cien mil pesos.

La gallega se asentó en Cuba y Oficios más acá en el tiempo. Hizo también sus ahorritos, pero cometió la imprudencia de darlos a guardar a un paisano que trabajaba como dependiente en un café de la calle Obrapía. Un buen día (mal día para la señora) el paisano desapareció y con él los reales y las pesetas de la gallega, que quedó sola con sus bigotes horribles y sus enormes zapatos.

Fotografías y detalles

De otro de aquellos vendedores de periódicos —vendedores de verdad— habló José M. Muzaurrieta, periodista de anjá, en una de sus crónicas. El hombre, negro y ágil y chispeante, vendía El Imparcial, el mismo periódico que vendió Kid Chocolate, y Muzaurrieta, que dirigía dicho diario, recordaba que en cada jornada recogía de los primeros los paquetes recién salidos de la imprenta y con afán revisaba un ejemplar en busca de la noticia que vocearía y que le permitiría mover la curiosidad de los compradores. Si no encontraba en la primera página nada que le sirviera para el «ataque», pasaba a las páginas interiores, una a una hasta llegar a la última. Si un día el periódico «no venía bueno», exteriorizaba su desagrado, pero vendedor al fin volvía a sumergirse en sus páginas en busca de un gancho para la venta, como en aquella ocasión, en que, cansado de buscar, volvió sobre la sección de Policía, donde un pequeño suelto daba cuenta de la denuncia de un individuo en cuyo domicilio arrastraban cadenas por la noche y se producía un ruido espantoso que le impedía dormir.

El voceador dio saltos de júbilo. Había encontrado lo que buscaba. Como una flecha salió a la calle: Gritaba:

«¡Cómo están los espíritus en Jesús del Monte! ¡Maltratan y atormentan a una familia! ¡El Imparcial con las últimas noticias! ¡Fotografías y detalles!».

A cualquier suceso, por insignificante que fuera, aquel voceador le sacaba lascas y luego de vender cuatro o cinco paquetes, no era raro que volviera por más al periódico.

El colmo, recordaba Muzaurrieta, fue la ocasión en que no encontró en el periódico del día nada, absolutamente nada que le sirviera para sus pregones y «ataques». Protestó, se indignó y despotricó contra los redactores, hasta que recordó que él era un vendedor y lo suyo era vender. Al salir del Departamento de Ventas, gritaba:

«¡El Imparcial! ¡Vaya! ¡El Imparcial con el crimen de mañana!»

¡Herido Grau!

Pero no siempre el voceador tenía que romperse la cabeza en busca de la frase sensacionalista que atrajera a los compradores. Periódicos había que se la ponían en la boca. Como aquella que apareció en una edición del vespertino Pueblo.

El voceador avanzaba por el Paseo del Prado en busca del Parque Central y a voz en cuello repetía: «¡Herido Grau! ¡Herido Grau!», y los transeúntes, movidos por esa curiosidad enfermiza que todos llevamos dentro cuando se trata de tragedias ajenas, pero justificada en este caso por tratarse del presidente de la República, le arrebataban prácticamente los ejemplares de las manos. ¿Un accidente? ¿Un atentado, acaso? Nada aclaraba el voceador que se limitaba a repetir el cintillo que, con letras enormes, ocupaba la mitad superior de la primera página del diario.

Allí, en efecto, se leía: «¡Herido Grau!». Y con letras muy pequeñitas se precisaba: «Moralmente».

La esquina del pecado

A Galiano y San Rafael le llamaron la esquina del pecado. No se sabe bien por qué. Algunos dicen que a causa de las bellas habaneras que por allí desfilaban desde las primeras horas de la mañana hasta el atardecer, a veces para hacer sus compras o, simplemente, ver las vidrieras y, en ambos casos, para que las admiraran a ellas. El costumbrista Félix Soloni, sin embargo, dijo más de una vez que la verdadera esquina del pecado era la de Neptuno y Galiano. Así, al menos, la bautizó el periodista Lozano Casado.

Aludimos la semana anterior a El Encanto, el establecimiento comercial que en 1888 se emplazó, en una casa alquilada, en la esquina de Galiano y San Rafael. Pronto comenzó a extenderse. Sus propietarios adquirieron por San Rafael el inmueble que ocupaba la sastrería La Emperatriz y crecieron por Galiano hasta San Miguel. No parecían detenerse ante nada y, con tal de expandirse, abonaban sin chistar la cantidad, cualquiera que fuese, que les pidieran por los espacios colindantes. Así, la familia del escritor Raymundo Cabrera, el padre de Lydia, la autora de El Monte, recibió medio millón de pesos por su casa.

Pero los propietarios de El Encanto encontraron un escollo que parecía insalvable. El propietario de la casa de la esquina, justo por donde ellos habían empezado y que mantenían alquilada, se negó a venderles su inmueble y comenzó el pugilato. El Encanto ofrecía una suma mayor cada vez y el hombre se mantenía en su negativa, hasta que recibió una oferta irresistible: 700 000 pesos por aquella casita modesta, aunque estratégicamente situada. No se discutió más.

Algo similar sucedió cuando la construcción del hotel Habana Libre, que cumplirá pronto 50 años de inaugurado. La Caja del Retiro de los Trabajadores Gastronómicos, propietaria original del hotel y no, como muchos creen, la cadena Hilton, que solo lo administraba, fue comprando los solares de la manzana enmarcada por las calles 23, 25, L y M. Todos los espacios, menos el que ocupaba la casa emplazada en M y 23, propiedad de la italiana Laura Bertini, viuda de Carlos Manuel de Céspedes, hijo del Padre de la Patria y ex presidente de la República. La señora se plantó en 31 y hubo que darle una fortuna por su casa.

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