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Cubanía del compositor Ignacio Cervantes

Ignacio Cervantes ocupa un lugar de oro en la música cubana. Alejo Carpentier no vaciló en calificarlo como el músico más importante de nuestro siglo XIX. «Nadie —dice el autor de Los pasos perdidos—, pudo situarse más alto que él en lo que se refiere a la solidez del oficio y su buen gusto...».

Nació en La Habana, el 31 de julio de 1847. Tenía su familia una posición acomodada. Su padre había sido alcalde corregidor de San Antonio de los Baños y llegó a ser secretario de la Universidad. Fue su primer maestro. Bajo la tutela de su progenitor aprendió el niño los 50 estudios de piano de Cramer, y con solo siete años de edad sorprendió al músico Luis Moreau Gottschalk cuando lo oyó tocar. Lo elogió de tal manera que obligó a la familia a tomar la decisión de que Ignacio prosiguiera en serio sus estudios musicales. Los continuó con el mismo Gottschalk y luego con Nicolás Ruiz Espadero, el profesor cubano más caro y mejor considerado de entonces, que le hizo aprender las obras de los grandes maestros, clásicos y modernos. A los 12 años ya había compuesto Cervantes su primera contradanza, La solitaria, dedicada a su madre. Bien pronto supo, quizá por instinto y a juzgar por las influencias que más decisivamente actuaron sobre él, separar lo excelso de lo mediocre y nunca fue víctima del virtuosismo que envenenó su época. Se inclinó siempre hacia la música medular, exenta de oropeles, apunta Carpentier. Digamos ahora, de paso, que Gottschalk fue el primer músico de formación europea que reconoció, aunque fuera con limitaciones, la riqueza de los ritmos cubanos, y el primero que usó en una partitura sinfónica la percusión afrocubana.

En 1865 está Cervantes en París y en el Conservatorio Imperial de la capital francesa obtiene no pocos lauros. Gana, en 1866, el primer premio extraordinario de piano con el Quinto concierto, de Herz, y luego los de armonía (1867) y fuga y contrapunto (1868). Los maestros están satisfechos con su alumno cubano, pero su condición de extranjero impide que se le tome en cuenta para competir por el Gran Premio de Roma. No obstante, su propósito de optar por tan alto galardón demuestra lo seguro que debía sentirse de sí mismo. Era un músico de formación francesa y tuvo buena amistad con compositores como Liszt y Rossini, que lo admitió en su círculo más íntimo y lo invitaba a su mesa pantagruélica. Un pianista como Paderewsky lo admiraba sin reservas y Gounod, luego de escucharlo en Saint-Cloud en la interpretación de una de sus Misas, subió al escenario para felicitarlo por su esmerado trabajo.

En cierta ocasión, en la casa de Rossini, que vivió en París desde 1829 hasta su muerte, en 1868, el autor de El barbero de Sevilla y Tancredo pidió al cubano que lo acompañara a una habitación privada. Creyó Cervantes que el maestro italiano le mostraría alguna partitura —Rossini no escribió ninguna ópera durante los últimos 40 años de su vida— cuando para su sorpresa vio abrirse de golpe un armario gigantesco donde colgaba, con cuidado, una impresionante colección de pelucas. En prueba de confianza, expresó Rossini: «Son las que he usado durante toda mi vida, pero no se lo cuente a nadie».

Vivía Cervantes en el mismo edificio de apartamentos que la princesa Czartorisky, gran amiga de Liszt. Acertó este a pasar cierta vez frente a la puerta del músico cubano, lo escuchó a través de ella, quedó maravillado con su interpretación, y, aunque no se conocían aún personalmente, insistió en pasar para escucharlo mejor. Desde entonces fueron grandes amigos.

Un incidente desagradable

Toda la estancia francesa de Cervantes fue de laboriosidad y creación, aseveran sus biógrafos. Las composiciones que escribió en ese tiempo anticipan y anuncian ya sus futuras Danzas cubanas. Alcanzó triunfos asimismo en diversas ciudades y estuvo en Madrid entre 1869 y 1870. Se imponía, sin embargo, el regreso a Cuba. Era el primer compositor cubano, después de Raffelin, que había respirado los aires europeos, y cruel debió ser el contraste con lo que dejó atrás. La Habana apenas comenzaba a deshacerse de la tiranía operística; los conciertos serios eran escasos y pobres en cuanto a medios y el círculo de ejecutantes enterados era muy reducido. Sin ir muy lejos, las sinfonías de Beethoven se tocaban en reducciones para pequeños conjuntos, cuando no en transcripciones para piano a cuatro manos.

«Pasmoso fue el cambio experimentado por el artista: ¡cómo comparar el ambiente musical de La Habana colonial con el de las grandes capitales europeas! La ópera tenía entusiastas admiradores, pero los conciertos de música sinfónica y los recitales eran escasísimos. Ignacio Cervantes luchó por levantar este ambiente decaído y pobre. No perdió su tenacidad. Dio recitales con programas que incluían sonatas de Beethoven, preludios y fugas de Bach, obras de Chopin, tan del gusto romántico de la época, y obras de Mendelssohn, Schumann, Liszt...», escribe el profesor Salvador Bueno.

Fue en esa época en que ocurrió un incidente desagradable en la vida de Cervantes. Un desconocido le llevó una composición manuscrita para que eliminara lo que estimara superfluo, le hiciera las correcciones debidas y le señalara los defectos. Cervantes, con un lápiz rojo implacable, estampó al margen del papel pautado acotaciones demoledoras. Después de devuelta la obra, supo que su autor era Ruiz Espadero, su antiguo maestro, que no le perdonó nunca el percance, pese a las ya inútiles satisfacciones que Cervantes trató de darle. Sin embargo, Espadero nunca dejó de reconocer, tanto en público como en privado, que su antiguo discípulo, como pianista, era «un bárbaro», en el sentido criollamente laudatorio del término.

¿Fue injusto Cervantes con Espadero? ¿Lo llevó demasiado recio? Espadero fue ciertamente muy famoso en su tiempo. Y resulta de enorme trascendencia su quehacer profesoral. Su figura tiene un interés histórico indudable, pero a la vuelta de los años no es mucho, dicen los entendidos, lo que puede considerarse realmente salvado de su obra.

Con relación a él escribió Carpentier: «...el músico cubano del siglo XIX que más se preocupó por expresarse en un lenguaje universal —o que estimaba universal— resultó el más limitado por la presencia y uso de giros que solo eran fruto de una moda pasajera».

Cervantes, con aquella crítica letal, solo anticipó el juicio de la historia.

La guerra

En iglesias y sociedades filarmónicas ofrecía Cervantes conciertos y recitales. Contrajo matrimonio, en 1872, con María Amparo Sánchez Richeaux. Cuba luchaba por su independencia y el músico vivía como podía. Su situación económica no era boyante, pese a que redondeaba los ingresos con su trabajo como profesor. Se sabe por una carta enternecedora dirigida a su padre. Le pide en esta permiso para casarse y le suplica, a la vez, que abra un hueco para su esposa en la morada familiar porque le era imposible instalarse por su cuenta. Aun así araña sus bolsillos para contribuir a la causa de la independencia. Las autoridades coloniales recelan y un día el Capitán General lo convoca a su despacho. Sabe en lo que anda metido y le hace una advertencia terminante: sale de la Isla de inmediato o irá a parar con sus huesos a la cárcel. Queda el compositor sin alternativa, pero deja al gobernador estupefacto cuando le advierte que continuará haciendo en el exterior lo mismo que hacía hasta en ese momento en Cuba. Solo regresará en 1879, finalizada ya la Guerra de los Diez Años, con motivo de la enfermedad de su padre. Llegó a tiempo para verlo morir. Y se instala otra vez en La Habana pese a que en el exterior había hecho una vida artística brillante y muy bien remunerada.

Su familia es cada vez más numerosa y debe trabajar duro para mantenerla. Ofrece conciertos de música de cámara e interpreta a los grandes maestros en funciones que tienen lugar en el Liceo de Guanabacoa, La Caridad del Cerro y el Círculo Habanero. En 1891 está en México, y en el Teatro Nacional de la capital de ese país brinda, con su compatriota el violinista Rafael Díaz Albertini, un concierto extraordinario que deviene uno de sus triunfos más clamorosos.

Pero en Cuba estalla de nuevo la guerra y debe el artista buscar otros lares. Sale otra vez del país. Tiene ya escritas sus Danzas cubanas, en las que trabajó a partir de 1875, y que al decir de Alejo Carpentier ocupan, en la música de la Isla, el mismo lugar que las Danzas noruegas, de Grieg, y las Danzas eslavas, de Dvorak, en la música de sus respectivos países. Recibe honores en las naciones que visita y, en México, el dictador Porfirio Díaz lo protege generosamente y le insta a que se establezca allí definitivamente. Vuelve a la patria en 1898 y en 1902 hace su último viaje al exterior como «embajador de la música cubana» a la exposición de Charleston.

La influencia de Mendelssohn es visible en algunas de sus páginas; también, señala la crítica, las de Chabrier, Saint-Saens y Arensky. Y Chopin, por supuesto. Dentro de su obra sobresale la zarzuela El submarino Peral y la Sinfonía en Do. Su Scherzo capriccioso (1886) está considerada como la partitura más finamente orquestada de todo el siglo XIX cubano. Dejó una ópera inconclusa, Maledetto.

Pero ninguna de esas piezas es comparable con sus Danzas cubanas para piano. Es en ellas donde se encuentra lo mejor de su arte. Llegan hasta hoy como expresión de una síntesis sutil y finísima de cubanía con el mejor piano romántico. «Su riqueza armónica e increíble capacidad de modulación se equilibran perfectamente con lo que tienen de más legítimamente cubano», expresa el maestro José Ardévol, y puntualiza que son un ejemplo extraordinario de aquella idea martiana que propugna que, por mucho que haya que incorporar, el tronco debe permanecer bien nuestro. Son estas Danzas... lo más conocido y justipreciado de la producción de Ignacio Cervantes que, paradójicamente, apenas las tomó en cuenta, creyéndolas páginas de poca importancia con relación al resto de su obra.

Muerte extraña

Es posible que otros músicos le aventajen en cuanto a volumen de producción. Pero nadie pudo situarse más alto que él en lo que se refiere a la solidez del oficio, a un buen gusto innato —distinción en las ideas, elegancia en el estilo, cabal sonido— que se manifiesta incluso en sus obras menores. Aun cuando, para satisfacer la demanda de un editor, «arreglaba» una contradanza ajena, la llenaba de finísimos trazos armónicos que la ennoblecían. Fue también el primer compositor cubano que manejó la orquesta con un sentido moderno del oficio, escribe Carpentier.

Cervantes tuvo 14 hijos, con los que aspiraba, decía, a formar toda una orquesta. Murió, se afirma, «a consecuencia de un extraño reblandecimiento de la masa encefálica, con perforación de la bóveda craneana, causado, según opinión de algunos médicos, por su raro hábito de escribir música, a altas horas de la noche, en una oscuridad casi completa».

(Fuentes: Textos de Alejo Carpentier, Salvador Bueno y José Ardévol)

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