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La hora del cañonazo

Existe el propósito, y se trabaja por conseguirlo, de que el cañonazo de las nueve sea reconocido como patrimonio intangible de la nación. Durante la Colonia, el cañonazo sirvió para anunciar que se abrían y se cerraban las puertas de las murallas que, decía el historiador Emilio Roig, «formando un enorme cinturón de piedra, rodeaban y defendían, como inexpugnables fortalezas de su época, la primitiva, modesta, sencilla, patriarcal y pequeña ciudad de San Cristóbal de La Habana». Esa detonación sigue siendo aún parte de la vida de los habaneros y de su identidad. Marca la hora obligada, pues el alcance del manto acústico de la explosión cubre todos los rincones de la urbe.

Se asegura que el sonido del disparo demora cuatro segundos en llegar al Capitolio, 13 a la calle Paseo, en el Vedado, y 19 a la loma del Mazo, en la Víbora. Treinta y dos segundos tarda en hacerse oír en el edificio de la empresa telefónica de Marianao, 36 en el reparto Cubanacán (antiguo Country Club) y 46 en Arroyo Arenas. Llega a Santiago de las Vegas con una tardanza de 60 segundos.

Soberana institución

Uno puede seguir el ritmo de la vida y poner su reloj en hora gracias a ese aviso lejano, «esa soberana institución del cañonazo de las nueve», como le llama Jorge Mañach en sus Estampas de San Cristóbal. Había en La Habana de mi infancia otros avisos. En una fábrica cercana a donde vivía anunciaban el inicio, el receso y el cese de la jornada laboral con un largo y agudo silbato que inundaba todo el reparto, a las siete y a las 11 de la mañana, y a la una y a las cinco de la tarde. «Báñate, que ya sonó el pito de las cinco», o «Acuéstate, que hace rato que sonó el cañonazo…», eran frases familiares entonces, como familiares eran aquellos sonidos. No se necesitaba ver la hora, pues el pito de las siete advertía que se imponía salir de la cama y empezar a prepararse para el colegio. Uno podía poner los frijoles en remojo, empezar a desalar el tasajo, tomarse las pastillas que recetó el médico y, en definitiva, regir su horario con aquellos anuncios, aunque La Habana vivió durante unos dos años y medio sin su tradicional disparo y, al menos en una ocasión el cañonazo sonó fuera de hora. Parecerá increíble, pero fue así: el 18 de septiembre de 1902, el disparo no se hizo a las nueve, sino a las 9:30, y nunca se explicó el porqué.

Dice el investigador Rolando Aniceto que La Habana sin su cañonazo es como si le faltara el Malecón, porque el cañonazo de las nueve es tan habanero como El Morro, La Giraldilla y La Fuente de la India. Mas entre el 24 de junio de 1942 y el 1ro. de diciembre de 1945 no hubo cañonazo que valiera en la ciudad. Cuba había entrado en la Segunda Guerra Mundial y el Estado Mayor del Ejército prohibía el disparo nocturno a fin de ahorrar pólvora y no ofrecer nuestra posición al enemigo.

Refiere Aniceto en su libro Ocurrió en La Habana esta anécdota deliciosa. Allá por los años 50 un amigo suyo, radicado en Puerto Rico, recibió en su establecimiento la visita de un sujeto que dijo ser habanero y le pedía empleo. El dueño del negocio, cubano, para constatar si el visitante decía la verdad o no, le hizo dos preguntas claves: ¿A qué hora mataron a Lola? y ¿A qué hora suena el cañonazo?

A la primera interrogante, el supuesto habanero respondió que no se encontraba en la ciudad el día del asesinato de Lola, y con respecto al cañonazo dijo que La Habana era una urbe tranquila y pacífica, y demostró así que debió haber nacido en otra parte y que de la capital cubana no sabía ni jota. «Ni J. Vallés», como en atención a una gran tienda por departamentos de la calle San Rafael, se decía en la época; años en los que no era lo mismo un baile en el Centro Gallego que un gallego en el centro del baile, ni tampoco el consulado de China que él con su china al lado, y en los que había gente que no sabía qué responder cuando alguien de sopetón le preguntaba de qué color era el caballo blanco de Maceo…

Durante la Colonia, el cañonazo sirvió para anunciar que se abrían y se cerraban las puertas de las murallas. Porque entonces no era un solo cañonazo, sino dos. Y coexistían dos ciudades, que eran una sola, la de intramuros y la de extramuros, divididas por aquel paredón. A las 4:30 de la mañana, al toque de diana, el cañonazo indicaba que debían alzarse los rastrillos, tenderse los puentes levadizos y abrirse las puertas de las murallas para permitir el tráfico entre una parte y otra. Y el de las ocho de la noche, al toque de retreta, disponía que se hiciera lo contrario. Caían los rastrillos, se elevaban los puentes y se cerraban las puertas y nadie entonces podía entrar en la ciudad amurallada. Ni salir. El disparo se hacía desde el buque de guerra que servía de Capitanía en el Apostadero; luego empezó a hacerse desde la fortaleza de La Cabaña, y con el tiempo, cuando el toque de retreta dio paso al toque de silencio, el cañonazo empezó a escucharse a las nueve de la noche, costumbre que se mantuvo luego de la desaparición de las murallas con el único objetivo de anunciar pueblerinamente la hora.

Era la señal del retiro, de la digestión conclusa, del idilio suspenso, del cese de los patines en el parque porque salían los brujos con su saco, de abrir los catres en la clásica trastienda, puntualiza Mañach en sus Estampas… Tiempos en los que, en lo público y lo privado, la noche terminaba a las nueve. Hoy, a las nueve de la noche, concluye el cronista que da a conocer esa página en 1926, comienza la amenidad de la jornada.

«Ahí viene el cañonazo»

Así sucedió a partir de entonces. Años más tarde, poco antes de las nueve de la noche, en un programa que salía al aire por Radio García Serra y que patrocinaba la mueblería El Cañonazo, el locutor, que no era otro que el después muy célebre Manolo Ortega, decía: «Después del cañonazo pasaremos a transmitir el show que se ofrece desde la marquesina del Hotel Saratoga».

Cuenta Oscar Luis López en su libro La radio en Cuba: «Y ante la inminencia de la hora, decía: Ahí viene el cañonazo. Ortega seguía el reloj eléctrico de la cabina y el operador de audio acercaba el micrófono a una ventana por la que entraba el sonido proveniente de La Cabaña.

Pero una noche Ortega se pasa de tiempo con los anuncios y cuando viene a darse cuenta eran ya más de las nueve. Para salvar la situación y el compromiso con el anunciante, cogió un contrabajo, hizo señas al operador de sonidos para que abriera el micrófono y tiró de una de las cuerdas del instrumento. Muy serio dijo: Acaban de oír el cañonazo de las nueve».

Precisa Oscar Luis López que el empeño de dar la hora por radio nació en Cuba con los inicios mismos de la radiodifusión. Antes de que la BBC, de Londres, comenzara a hacerlo, en 1923, gracias al famoso Big Beng, Luis Casas Romero, autor de esa canción inmortal que es El mambí e iniciador de la radio en la Isla en 1922, transmitía el cañonazo a través de su radioemisora 2LC. Más tarde, ya en los años 30, lo radiaría la estación de la Compañía Cubana de Teléfonos. Se valía de un reloj eléctrico, de una exactitud tremenda y gran confiabilidad, que se colocó frente al cañón.

Era interés de las radioemisoras llevar a toda Cuba el sonido del disparo que efectuaba uno de los cañones de La Cabaña. Y más si entre sus anunciantes figuraba la mueblería El Cañonazo.

Parecía empresa fácil. Sin embargo, la cosa no salía siempre como se esperaba.

Radio Lavín quiso hacerlo, y con ese fin colocó en una de las ventanas de la emisora una bocina de fonógrafo orientada hacia La Cabaña y, junto a esta, un micrófono. Transmitía desde uno de los pisos altos de un edificio situado en Oficios esquina a Obrapía. Si el viento estaba a favor, el cañonazo se escuchaba perfectamente. Mas si soplaba hacia otra parte, los empleados de la emisora se guiaban por el fulgor de la pólvora y el actor e imitador de voces y sonidos Tomás Cuervo, del cuadro de comedias de Radio Lavín, emitía con la boca el efecto. El locutor decía entonces: «Acaban de escuchar el cañonazo de las nueve en todo el territorio nacional, como cortesía de la mueblería El Cañonazo». La cosa se ponía fea, fea de verdad, cuando, además del viento en contra, el imitador no se encontraba en la emisora. Alguien entonces golpeaba con una baqueta el fondo de una enorme caja de cartón.

Cuando Radio Lavín cambió de domicilio, la CMQ, entonces en Monte y Prado —en verdad, en Monte casi esquina a Cárdenas— retomó la idea. Se situó un micrófono en la fortaleza de La Cabaña a fin de recoger el popular estampido que la emisora radiaría por sus ondas a toda la Isla. No demoraría en sacar del aire el empeño «bueno y original».

¿Por qué? Una nota aparecida en la revista Bohemia da la respuesta.

Cuando la transmisión se llevó a la práctica fueron varios los inconvenientes que se presentaron y que coadyuvaron a que a la postre los patrocinadores se vieran precisados a suprimirla. Dos de las más destacadas dificultades:

«El cañonazo de las nueve, aunque parezca una humorística paradoja, casi nunca se tira a las nueve de la noche. Muchas veces, si está lloviendo, no se hace.

«En múltiples ocasiones, cuando faltaban solo segundos para las nueve, el locutor anunciaba: “Y ahora, por una cortesía de… van a oír el cañonazo, disparado desde La Cabaña”. Y la CMQ abría sus micrófonos esperando recoger la detonación. Pasaba un minuto. Otro minuto. Otro más hasta que el imperativo del horario obligaba a comenzar la siguiente audición sin que se hubiera escuchado el tradicional disparo.

«Los agentes encargados de la publicidad, así como ejecutivos de la CMQ, acudieron a La Cabaña con el interés de conocer la causa de los inconvenientes y cómo podían solucionarse. Pudieron investigar que el sistema era rudimentario en extremo. Un cabo del Ejército, que era el encargado de ordenar que se hiciera el disparo, se regía para ello por un reloj de pulsera barato, el suyo, que por lo general nunca coincidía con la hora del cronómetro eléctrico de la radioemisora, que la Compañía de Teléfonos rectificaba hora a hora.

«Los interesados se dirigieron entonces al general Gregorio Querejeta, jefe del regimiento 7 Máximo Gómez destacado en La Cabaña. Querían que el cañonazo se rigiera por un plan científico. Nada consiguieron, y como el cañonazo siguió sonando a cualquier hora, menos a las  nueve, desapareció de CMQ su transmisión».

Encanto

Desde hace muchos años, el cañonazo se dispara a las  nueve de la noche en una ceremonia que atrae a los que acuden a La Cabaña para presenciarla y que multiplica el encanto de una tradición arraigada por siglos en el imaginario de los habaneros, parte de su vida y de su identidad, patrimonio intangible de la ciudad y la nación.

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