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Nat King Cole en La Habana

Muchos años después, ya casi al final de su vida, el gran chef cubano Gilberto Smith evocaba sus contactos con Nat King Cole que con frecuencia, antes de sus presentaciones en el cabaré Tropicana, pasaba por el restaurante Normandie, en el kilómetro diez de la carretera de Pinar del Río, a fin de degustar la cocina de quien, con el tiempo, sería calificado como «el mago de las salsas», en especial un conejo de muy complicada elaboración que luego de marinado debía mantenerse, tapado, durante dos días en frío fuerte, pero cuidando que no se congelara el adobo.

Desde la cocina de aquel establecimiento que se especializaba en platos regionales franceses, Smith reparaba en la despreocupada elegancia del cantante norteamericano, el corte irreprochable de sus trajes, su amabilidad, su sencillez, la manera casi confidencial con que conversaba con sus interlocutores. Su sonrisa perenne. Fumaba mucho y tenía una bebida preferida: el café.

El intérprete de Unforgettable y Mona Lisa vino a La Habana en 1956, 1957 y 1958 para actuar, siempre bajo jugosos contratos, en Tropicana. Antes, cuando se le habló de la posibilidad de que se presentara en ese afamado centro nocturno, hizo una visita privada para apreciar por sí mismo el escenario que lo acogería. Quedó deslumbrado. Aun cuando era ya la más grande estrella discográfica de su país, la capital cubana le hacía mucha ilusión, y el contrato que le posibilitaría venir le causó una alegría enorme. Diría en la entrevista que por aquellos días concedió a Germinal Barral, aquel infatigable periodista que en la revista Bohemia firmaba sus notas con el seudónimo de Don Galaor: «La Habana, en general, es muy bella. Uno se sorprende desde que sale del avión: sus avenidas, sus jardines, sus tiendas. Y en lo natural, es paradisiaca». «Me dio alegría que me hablaran de trabajar en La Habana… Ahora que la conozco, ¡imagínese!», añadió y calificó a Tropicana con dos adjetivos rotundos: «maravilloso» y «sorprendente».

De parte y parte

Había expectación por la presencia de Cole en los escenarios cubanos, escribe la musicógrafa Rosa Marquetti Torres. Para Martín Fox, el dueño de Tropicana, haber logrado contratar a quien era entonces el cantante más popular de Estados Unidos, consolidaba a su establecimiento en una posición muy por delante del resto de los centros nocturnos, con independencia de los honorarios que debía abonarle. Los músicos cubanos amantes del jazz, que llevaban una década admirándolo y siguiéndolo de lejos, tendrían oportunidad —algunos— de verlo actuar y, otros, de saberlo en su misma ciudad. Al menos por unos días.

Puntualiza la citada investigadora: «Ninguno negaba la influencia que les hacía deudores de Cole, en primer lugar la ejercida sobre los cantantes del feeling, como Leonel Bravet —a quien llamaban el Nat King Cole cubano— y José Antonio Méndez, y en pianistas como Samuel Téllez y Virgilio “Yiyo” López, entre otros. Pero no solo Cole, sino también sus músicos impactaban con sus estilos respectivos a sus colegas cubanos».

De modo que para todos, concluye Rosa Marquetti, aquella visita sería importante. Cole era, desde hacía mucho tiempo, un peso pesado en el jazz. Aunque muchos lo consideren hoy solo un cantante extraordinario, fue además un pianista brillante que hizo al jazz una contribución inobjetable con el trío —piano, guitarra y bajo— que creara en pleno auge de las grandes bandas, y en el que, en fecha tan temprana como 1949, introduce el bongó y experimenta con la percusión cubana.

Llegó al fin la noche del debut de Nat King Cole en Tropicana, el 2 de marzo de 1956. Vino a La Habana en compañía de su esposa y su hija Natalie, de seis años de edad, los músicos de su trío y sus técnicos de luces y sonido. Refiere el cronista Rafael Lam que esa tarde hubo un ensayo a puertas cerradas con la orquesta del cabaré bajo la conducción de Armando Romeu y reforzada con violines sinfónicos. Se imponían ciertos ajustes técnicos en la rutina habitual del cabaré: se instalaron luces indirectas muy tenues, se colocaron alfombras en el piso para amortiguar el ruido propio del lugar y reforzar el tono íntimo de las canciones del crooner.

Nat King Cole se insertaría en el show Fantasía mexicana que presentaba el cabaré con un elenco encabezado por Xiomara Alfaro, y del que formaban parte el cuarteto D’Aida —Elena Burke, Moraima Secada y Haydée y Omara Portuondo— los cantantes Miguel Ángel Ortiz y Dandy Crawford, y los bailarines Leonela González y Henry Boyer, entre otros.

Como era su costumbre, el cantante de 37 años bebió una taza de café antes de salir a escena. Entró a la pista vestido con un impecable esmoquin blanco con solapas negras y precedido de 11 modelos que portaban, cada una de ellas, un disco enorme en que se leía «Capitol Records», la disquera que grababa en exclusiva al artista, mientras que en el reverso se hacían notar una a una las letras de su nombre: N-A-T—K-I-N-G—C-O-L-E. Las muchachas se hicieron a un lado para dar paso a la estrella, mientras que el presentador decía a todo pulmón por el micrófono: «Señoras y señores: el cabaré Tropicana se honra al presentar al único, al más grande, Nat King Cole».

Don Galaor, que lo vio actuar en un cabaré de Miami y en la capital cubana, apunta que era capaz de interpretar sin parar 16 canciones en 40 minutos y en medio de ellas acometer un solo de piano que arrancaba aplausos más atronadores que sus canciones. Así lo hizo aquella noche en Tropicana. Al final, caminó hasta el fondo del escenario y ya allí se volvió para despedirse del público con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa antes de desaparecer. Los aplausos no cesaban y el crooner apareció de nuevo. Volvió a saludar y desapareció otra vez.

Fue, dijo la revista Show, un espectáculo «inolvidable» y «de un impacto sin precedentes».

Ser negro

Solo hubo un inconveniente en aquella visita a La Habana del mítico jazzman. Pretendió alojarse en el Hotel Nacional, y Rodney, el coreógrafo del cabaré, le contó lo que cuatro años antes había sucedido a Josephine Baker en ese establecimiento hotelero: por el color de su piel le negaron el alojamiento luego de que el representante de la artista reservara cuatro habitaciones para la estrella y su séquito y la Baker, con el escándalo consiguiente, tuvo que alojarse en el Hotel Sevilla. Rodney pidió a Cole que no forzara la situación y conversó sobre el asunto con el mánager del casino de juego del Nacional, hombre de Meyer Lansky, cabeza de la mafia norteamericana en Cuba. A la recién estrenada administración del hotel no le convenía pasar por una situación así, y más en esos días cuando los principales diarios norteamericanos repudiaron el ataque de que fue objeto el artista mientras cantaba en un teatro de Birmingham, Alabama, por integrantes de un Consejo de Ciudadanos Blancos. Aseguró a Rodney la gerencia del casino que Cole se alojaría en el Nacional cuando volviera a La Habana.

Y así fue. El artista volvió dos veces más. De nuevo se presentó en Tropicana en febrero de 1957. Dos shows de Rodney —Tambó y Copacabana— estaban en esa fecha en la cartelera del «paraíso bajo las estrellas», y el norteamericano se insertó en ellos para compartir honores con Celia Cruz; Paulina Álvarez, la llamada «Emperatriz del danzonete»; Merceditas Valdés y Adriano Rodríguez; el conjunto de Paquito Godino, la bailarina Leonela González y la pareja de baile de Ana Gloria y Rolando. Dijo la revista Show: «No se recuerdan llenos como los que se anotara el cabaré con las presentaciones de Nat King Cole, lo que prueba las simpatías de que goza el maravilloso cantante».

Fue entonces que el cabaré Sans Souci, en feroz competencia con Tropicana, le opuso, sin que lograra opacarlo, a Sarah Vaugham, quien, por cierto, en el cabaré Las Vegas ofreció una descarga estelar que marcó un hito en los anales del jazz en Cuba. A ella asistieron Bebo Valdés y Guillermo Barreto, y también Omara, la Burke y José Antonio Méndez.

En esta ocasión, Cole visitó la disquera Panart, concesionaria de la Record, en San Miguel y Campanario. Para ese sello grabó Cole en español, idioma que el crooner desconocía. Aprendiendo las letras de las canciones palabra a palabra, el disco en cuestión pudo incluir Mona Lisa, del holguinero Mérido Gutiérrez Rippe; El bodeguero, de Richard Egües, y Acércate más, de Osvaldo Farrés, entre otras melodías que ganaron espacio en las programaciones radiales y en las victrolas. Durante esa visita, Tropicana lo agasajó con una cena de gala, a la que asistió Alberto Ardura, de la directiva del cabaré, y otra comida que presidieron el mismo Martín Fox, el propietario, y su esposa Ofelia; cena esta que tuvo lugar en el superclub La Rue 19, especializado en cocina internacional y que abría sus puertas, desde «el crepúsculo hasta la aurora» en la esquina de 19 y H, en el Vedado, y que, para no variar, fue convertido desde hace años en una oficina.

Vuelve a Tropicana el 7 de febrero de 1958 y se presenta a lo largo de dos semanas, en los show Voodooritual y This is Cuba, Mister, programados para las 11:30 y a la 1:30, con la cantante haitiana Martha Jean Claude, el cuarteto Los Rivero, la italiana Katina Ranieri y la bailarina Maricusa Cabrera, entre otros. Los bailables entre los shows y el fin de la noche corren a cargo de la orquesta del cabaré, dirigida por Armando Romeu y las populares orquestas Riverside y Fajardo y sus Estrellas. El acabose. Como para dejar los zapatos en la pista.

Final lento

Nathaniel Cole, nombre verdadero de Nat King Cole, nació en Montgomery, Alabama, el 17 de marzo de 1919. Hijo de un pastor bautista. Su madre fue su única maestra de piano. Murió en un hospital de Santa Mónica, California, el 15 de febrero de 1965, víctima de un cáncer de pulmón. Fumaba mucho.

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