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Cartas marcadas

Acerca de la página del 10 de mayo pasado, escribe Bárbara Álvarez, de La Lisa. Inquiere sobre las estatuas de la Plaza de Armas y quiere saber en particular de quién fue la idea de colocar en el centro de dicho espacio la imagen de bulto de Fernando VII. Pregunta: ¿Fue Alejandro Ramírez o Claudio Martínez de Pinillos, Conde de Villanueva? Ambos, en diferentes momentos, desempeñaron la Intendencia General de Hacienda de la Colonia.

 La idea fue del Conde. Expresa el historiador Emilio Roig que don Claudio «tan progresista en cuanto a todo adelanto material se refiere, distaba mucho de serlo en cuanto a sus ideas políticas y sociales. En ello era, en verdad, un retrógrado…». Fue un defensor acérrimo de la esclavitud, «y como había obtenido para Cuba ciertos beneficios bajo el régimen de Fernando VII, su adhesión a aquel repulsivo tirano no tuvo límites…». Hizo erigir su estatua en la Plaza de Armas, y, en un gesto de guataquería insuperable, dio al Acueducto de La Habana el nombre del rey felón.

La estatua del monarca se emplazó en 1834, en el mismo período en que Pinillos regalaba a la capital de la Colonia la Fuente de la India o de la Noble Habana (1837)y la Fuente de los Leones (1836). Y aquí viene lo interesante. Cesó en 1898 la soberanía española sobre la Isla de Cuba, vino la intervención norteamericana (1899), se instauró la República (1902), volvió la intervención (1906), y otra vez la República (1909), y Fernando VII siguió encaramado en su pedestal de piedra de 3,20 metros, hasta 1955 en que lo sustituyó la estatua de Carlos Manuel de Céspedes, de mármol blanco y tamaño heroico (2,38 metros), obra de Sergio López Díaz, que fue a ocupar el pedestal que dejó la imagen del monarca. En ella el Padre de la Patria aparece de pie, con indumentaria de la época y la cabeza descubierta.

 No es ese el monumento que merece Carlos Manuel de Céspedes. No tiene, al menos en La Habana, un mausoleo digno de su grandeza. Pero era, valga decirlo, un viejo anhelo. Ya en 1923, el Ayuntamiento de La Habana acordó, por iniciativa de la revista Cuba Contemporánea, dar a la Plaza de Armas el nombre de Carlos Manuel de Céspedes. Durante mucho tiempo la Oficina del Historiador de La Habana e instituciones cívicas y culturales abogaron por que se sacara de la plaza la estatua del rey Borbón, cuestión esta en la que estuvieron de acuerdo la alcaldía habanera y la Junta Nacional de Arqueología y Etnología. Llegó así el año de 1952 y la Junta concedió un crédito de 10 000 pesos para el monumento a Céspedes. En el certamen convocado al efecto, en 1953, resultó ganador el ya aludido Sergio López, y su obra se colocó el 27 de febrero de 1955, en los 81 años de la muerte del Padre de la Patria.

 La estatua de Fernando VII se conservó en el Museo de la Ciudad, entonces en el Palacio de Lombillo, en la Plaza de la Catedral, hasta que se situó en los portales del Palacio de los Capitanes Generales, nueva sede del mencionado museo. De ahí pasó a los portales del Palacio del Segundo Cabo, y un traslado más la llevó a la orilla del Castillo de la Fuerza, donde, a la intemperie, comparte espacio con la estatua de Carlos III. Esta imagen confeccionada en mármol por el español Cosme Velázquez, director de la Academia de Bellas Artes de Cádiz, se develó el 4 de noviembre de 1803, en ocasión del cumpleaños del monarca como un presente del pueblo de La Habana bajo el mando del capitán general Marqués de Someruelos. Se ejecutó por cuestación popular y se inauguró con un desfile militar y con la presencia de las más altas autoridades de la Isla. Se situó donde hoy se encuentra la Fuente de la India y 30 y tantos años después se colocó a la entrada del Paseo Militar o Paseo de Tacón, que terminó nombrándose Paseo de Carlos III. Allí estuvo, supone el escribidor, que cree haberla visto, hasta los años 70 del siglo pasado en que se bajó de su pedestal y se conservó hasta que fue llevada a la Plaza de Armas.

Atentados: una curiosidad

Sobre los atentados políticos perpetrados durante el machadato pregunta Leonelo Parra Morales, de Centro Habana. Veamos algunas curiosidades.

 El primer atentado auto-a-auto de la historia política de Cuba ocurrió el 9 de julio de 1932, en las inmediaciones del Hotel Nacional cuando el Dodge Brothers en que viajaba el capitán Miguel A. Calvo, jefe de la Sección de Expertos de la policía machadista, fue tiroteado desde el Packard verde que manejaba Pío Álvarez, uno de los hombres más valientes y desinteresados que dio la Revolución del 30. El primer disparo lo hizo Santiago Silva Murray, «el revolucionario olvidado», y de inmediato tronaron las armas de Mariano González Gutiérrez, Willy Barrientos y Alfredo Botet, ultimando a Calvo y a dos de los tres guardaespaldas que lo acompañaban. Manejando un Willys Knight, Floro Pérez, que hacía de escolta, escapó con su grupo por la calle 23 sin necesidad de disparar un tiro.

 Calvo era un hombre adinerado y de noble linaje. Se empeñó en ser policía y quiso ser el mejor de los detectives. Residía en 19 y J, en El Vedado. En los últimos tiempos de la tiranía machadista, él y Pío firmaron, sin que mediara documento alguno, un pacto a muerte y comenzó la cacería mutua. Muerto Calvo, Pío no lo sobrevivió mucho tiempo. En enero de 1933 cayó en manos de los Expertos. Torturado con saña, lo sacaron de la Jefatura de Policía en un automóvil hasta el reparto Santos Suárez.  Allí, a boca tocante, le dieron un tiro en la cabeza y lo arrojaron del vehículo en marcha. Otro auto de los Expertos lo recogió y lo condujo a la Casa de Socorros de Jesús del Monte, donde no permitieron que se le diera asistencia médica. Siguieron entonces su rumbo hasta el Hospital de Emergencias donde lo tiraron en el patio e impidieron cualquier tipo de ayuda, al menos que se le administrara una inyección que aliviara su sufrimiento. Dos horas después moría Pío Álvarez en medio de horribles dolores.

 Sobre este tema, el escribidor recomienda la lectura de Acción directa, del historiador Newton Briones Montoto, publicado por la Editorial de Ciencias Sociales, en 1999.

Otros atentados

Menos de tres meses después de la muerte de Calvo, moría, víctima también de un atentado carro-a-carro, Clemente Vázquez Bello, presidente del Senado, el hombre a quien Machado llamaba «mi inseparable». Como el destacado político liberal era villareño y carecía de panteón propio en La Habana, se suponía que sería inhumado en la tumba de su suegro, Regino Truffin, en el cementerio de Colón. Fue así que sus autores, miembros del ABC y estudiantes sumados a esa organización —los mismos que ultimaron a Calvo— minaron parte del cementerio y a través de túneles y alcantarillas llegaron a la tumba en cuestión donde colocaron la mayor cantidad de explosivos conectados a un largo cable eléctrico que los activaría mediante un magneto. A última hora, la viuda de Clemente decidió enterrarlo en Santa Clara y se evitó así el espectáculo espeluznante de cientos de personas volando destrozadas por el aire. El «Viejo» García, sepulturero en Colón, confesó haber sido el artífice del sistema explosivo, y la voz popular atribuyó su dirección técnica al ingeniero Alfredo Nogueira, que sería ministro de Batista en uno de sus últimos gabinetes.

Hombre bomba y bomba perfumada

Por esa misma época, el obrero Gustavo Valdés se ofreció para matar a Machado con una bomba adherida a su cuerpo. Aprovecharía la visita del déspota a un colegio electoral y haciendo valer su condición de viejo liberal se le acercaría y al abrazarlo activaría la bomba. El plan fue rechazado por parecer impracticable. En enero o febrero del 32 debutaba en Cuba el atentado con una bomba enviada por correo. Explotaba cuando el paquete era abierto por el destinatario. Le llamaron la bomba perfumada y su primera víctima fue el teniente Diez Díaz, supervisor militar de Artemisa. Fue famosa la bomba sorbetera, llamada así por el recipiente en que se colocó la dinamita. Sería detonada en una alcantarilla de la Quinta Avenida al paso de Machado y su comitiva. Un jardinero español vio los cables y avisó a la Policía. Machado le regaló un viaje a España.

Se busca a un general

Un lector que firma su mensaje electrónico con las iniciales JBP pide información sobre el general de división Juan Lorente de la Rosa. Nació en Yara el 9 de septiembre de 1858 y combatió en las tres guerras. En la de los Diez Años terminó con grados de subteniente y alcanzó los de teniente en la Guerra Chiquita.

A la Guerra de Independencia se incorporó el mismo día de su inicio, en el Cobre, el 24 de febrero de 1895.

A lo largo de su vida militar combatió a las órdenes de Antonio Maceo y Quintín Bandera. Tuvo una participación destacada en la batalla de Peralejo. El 22 de octubre de 1895 salió de Mangos de Baraguá como parte de la infantería de la columna invasora. Operó con Quintín en el valle de Trinidad, y en Matanzas se incorporó a las fuerzas del general Antonio y con él cruzó la Trocha de Mariel a Majana, con lo que el Titán comenzaba la segunda Campaña de Pinar del Río.

Combatió en El Galope y tras el combate de La Palma quedó como jefe interino de la Brigada Occidental. Fue después segundo jefe de esa unidad, y cuando su jefe fue herido de gravedad reasumió el mando de dicha Brigada, cargo en que se le confirmaría después. Combate en Montezuelo, Tumbas de Estorino, Ceja del Negro, Artemisa y Soroa. Jefe del Estado mayor del mayor general Pedro Díaz. Termina la guerra en la jefatura de la Segunda División del Sexto Cuerpo de Ejército. El 1ro. de junio de 1897 asciende a general de brigada, y es general de división el 18 de agosto de 1898.

Fue alcalde de San Luis. Murió en La Habana el 22 de agosto de 1934.

El lector que quiera ampliar esta información puede consultar el Diccionario Enciclopédico de Historia Militar de Cuba. Tomo 1. La Habana Casa Editorial Verde Olivo, 2014.

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