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Carlos Miguel

Muchos lo identifican todavía como «el dinámico», el hombre que, siendo Ministro de Obras Públicas del dictador Gerardo Machado, transformó La Habana entre 1925 y 1930. Para otros fue un representante genuino de la cleptocracia criolla que engrosó sus bolsillos a costa del erario público y que luego redondeó su fortuna en turbios negocios. Justo es decir enseguida que los dos bandos tienen razón.

Mucho es lo que debe la capital cubana a Carlos Miguel de Céspedes. Iniciativas suyas fueron el aeropuerto de Rancho Boyeros y el Hotel Nacional, la Avenida de las Misiones y la Plaza de la Fraternidad Americana, la escalinata universitaria y no pocas dependencias de la casa de altos estudios, la Avenida del Puerto y la remodelación del Paseo del Prado. La ampliación del Hospital Calixto García. Y, por supuesto, la Carretera Central y el Capitolio.

Con el pelo alborotado

En su juventud fue tanta la miseria que lo agobió que llegó a atentar contra su vida. Estudiaba Derecho cuando una mañana, en el Malecón, con el traje raído y el pelo alborotado, creyó encontrar la solución a sus problemas dándose un tiro con ánimos suicidas. Por suerte para él, la bala no interesó ningún órgano vital y pudo concluir la carrera gracias al modesto empleo que le consiguió un amigo.

No demoró mucho en unirse, ya graduado, a otro abogado muy inteligente, pero tan pobre como él. Pese a su título universitario, José Manuel Cortina se ganaba la vida como lector de tabaquería y, a causa de la enfermedad que lo aquejaba, procuraba pasar acostado la mayor parte del tiempo. Carlos Miguel «pateaba» la calle y visitaba juzgados y dependencias oficiales, mientras que Cortina, refugiado en su modesta vivienda del barrio de Arroyo Apolo, estudiaba los casos que conseguía su socio.

Llegó así a manos de los jóvenes letrados un asunto gordo. Alguien reclamaba la posesión de un muelle. Era un caso tan delicado que ninguno de los bufetes capitalinos quiso asumirlo. Cortina y Carlos Miguel, sí. No estaban en  condiciones de rechazar proposición alguna, por complicada que fuese. Inició Carlos Miguel las investigaciones pertinentes y mientras exhumaba papeles ya amarillentos encontró un viejo plan sobre el dragado de los puertos de la Isla concedido por el último capitán general español. Pensó Carlos Miguel en constituir una sociedad como la que se esbozaba en el referido proyecto y colocarse en ella con un jugoso salario.

Sería Cortina quien penetraría en la magnitud real del negocio y pusieron manos a la obra. Cristalizaba así el negocio del dragado del puerto. El
Congreso votaba una ley que autorizaba una emisión de bonos para llevar adelante la magna empresa, y Céspedes y Cortina recibieron 800 000 pesos cada uno, y con igual cantidad se «tocaron» José Miguel Gómez, presidente de la República, y Orestes Ferrara, titular de la Cámara de Representantes. Se «mojaron» asimismo con medio millón de pesos por cabeza, Norman Davis, presidente del Trust Company of Cuba, entidad bancaria encargada de colocar los bonos en el mercado internacional, y Pelayo García, abogado del bufete de Ferrara.

Sobrevinieron las elecciones de 1913 y el liberal José Miguel fue sustituido por el conservador Menocal que haciendo válido su lema de Honradez, Paz y Trabajo, disolvió la famosa compañía del dragado. Aun así la nación debió desembolsar varios millones de pesos, pues los tenedores de bonos, respaldados por una ley congresional,  exigieron su pago.

Las tres C

Con Menocal en el poder, Céspedes y Cortina perdían influencias. Pronto resolvieron el asunto al sumar como socio al conservador Carlos Manuel de la Cruz, con lo que surgía el bufete de las tres C.

Apareció entonces el negocio de la playa de Marianao. De la Cruz, con sus contactos, consiguió para él y sus socios la adquisición de valiosos terrenos en dicha localidad, así como las concesiones para operar el Casino Nacional, el Hipódromo Oriental Park y la propia playa. A los propietarios más débiles y carentes de influencias se les obligó a vender sus predios al precio irrisorio que las tres C fijaron.

Otro negocio más. El del litoral habanero, un litigio que llegaba sin solución desde los albores de la República ante la demanda de los herederos del conde de Pozos Dulces que reclamaban al Estado la zona de la costa. Después de años de pleitos y querellas, los tribunales llegaban a la conclusión de que el Estado no era dueño de sus propios terrenos.

Se abonaron unos exiguos 13 000 pesos a la North Havana Land Co., que oficiaba como mediador de los derechos y acciones de los herederos del Conde, aunque en realidad, aseguraron los enterados, se entregaron bajo cuerda a dicha compañía dos millones y medio de pesos, de los cuales 500 000 se destinaron a la campaña presidencial de Machado, una cantidad similar tocó a Cortina y otros 500 000 fueron repartidos por el Gobierno de Zayas entre personas interesadas, mientras que el interventor general de la Republica salía beneficiado con 200 000 pesos. Las tres C, que estaban entre bastidores, pagaron los terrenos a precio de finca rústica en zona marítimo terrestre y los vendieron como solares en zona urbana.

Alcanzó Machado la presidencia y Carlos Miguel pasó a ser figura de primera fila en el nuevo Gobierno que preparó un portentoso plan de obras públicas. La Cuban American Road Co., presidida por Domingo Méndez Capote, asumió la representación en la Isla de la norteamericana Ullen S. Co, que se comprometía a traer, como prueba de garantía, los equipos necesarios para construir la Carretera Central antes de que se iniciara la obra, vía que acometería por 75 millones de pesos. Otra firma norteamericana, la Warren Bros., de Chicago, pujó asimismo porque le adjudicaran la construcción de la carretera.

Carlos Miguel propuso entonces a la Cuban American que lo incorporara al proyecto como socio industrial, con el 33 por ciento de beneficio, lo que dicha empresa rehusó, y por esa razón u otra, Céspedes convenció a Machado de que sacara a la Cuban American del juego. Quedó entonces la Warren Bros como única beneficiaria. Era una empresa pobre, carente del capital indispensable para una empresa como la Carretera Central y para allegar fondos lanzó al mercado de Chicago una emisión de bonos que salieron a muy bajo precio.

Machado y Carlos Miguel compraron cuanto bono les fue posible y los hicieron ascender en la línea de las cotizaciones. De 2,50 dólares pasaron a valer 48. Entonces el dictador y su ministro los vendieron todos, con lo que nutrieron sus bolsillos con una bonita decena de millones de pesos.

Disfrazado de pescador

La dictadura machadista no pudo aguantar el empuje de la revolución. El 12 de agosto de 1933 Machado salía del país. Más de diez de sus colaboradores  lo acompañaron al aeropuerto. Pero solo cinco de ellos cabrían en el avión de seis plazas que facilitó el Embajador norteamericano al déspota en fuga. En tierra quedaron entonces, viendo como el Sikorski anfibio se alejaba y con él sus esperanzas, el senador Wifredo Fernández, el general Antonio Ainciart, jefe de la Policía; uno de los hombres más odiados por el pueblo, y Carlos Miguel de Céspedes, entre otros.

Ainciart fue ultimado a balazos cuando, disfrazado de mujer, intentaba evadir a los estudiantes que lo perseguían sin tregua; Wifredo Fernández, con un salvoconducto del nuevo Gobierno, abordó un barco para salir del país, lo que impidió un grupo de revolucionarios que lo internó en la prisiones militares de la Cabaña, donde se suicidó. Carlos Miguel, antes de ir a cumplir con Machado puso a su esposa y a sus tres hijas a buen recaudo. Pero su casa, el llamado chalet suizo en el Gran Bulevar del Country Club —hoy Avenida 146— fue incendiada, y saqueda Villa Miramar, actualmente restaurante 1830, en El Vedado.

Buscó refugio entonces en una zona rural hasta que, dice el historiador Newton Briones Montoto, un pescador al que apodaban Majúa, lo sacó el país en un bote.

Acogido a la amnistía que amparó a los machadistas, regresó a Cuba y reconstruyó  Villa Miramar. En 1946 aspiró sin éxito a la alcaldía de La Habana, y años más tarde llegó al Senado. Falleció en 1955, a los 74 años de edad. Su cadáver fue velado a los pies de la Estatua de la República, en el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio.

 

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