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Lecuona

«Lecuona fue el paradigma de la fusión de las vertientes españolas y africanas de la música cubana. Nadie mejor que él supo fundir estos elementos sin perder la autenticidad de las fuentes originales, pero creando un producto nuevo y distinto; música cubana», escribe el musicógrafo cubano Cristóbal Díaz Ayala.

El autor inmortal de La comparsa y Canto Siboney hubiera cumplido ahora —6 de agosto— 130 años. Pese al tiempo transcurrido desde su fallecimiento, no existe en Cuba un estudio «que haga plena justicia a su alcance como compositor, pianista y promotor cultural…». Contamos, por suerte, con sus Cartas (Ed. Oriente, 2014) compiladas y anotadas en dos volúmenes por Ramón Fajardo Estrada, que anticipan un ensayo biográfico de envergadura, y ojalá no tarde en aparecer; un epistolario que es «útil y apasionante herramienta para el conocimiento de la trayectoria profesional, la sicología y la conducta de un artista que, de acuerdo con sus propias palabras, no dejó de pensar nunca en Cuba ni de laborar por ella».

Es un genio

Una negra vieja, mitad hechicera, mitad pitonisa, se detuvo ante el niño que dormía en su cuna y, luego de bendecirlo, dejó oír una rara profecía: Es un genio, afirmó. Había nacido cuatro o cinco días antes y, con sus 12 libras de peso, fue un acontecimiento en la barriada. Su padre, el periodista canario Ernesto Lecuona Ramos, director del periódico El Comercio, buscó acomodo en la acogedora villa de Guanabacoa, entonces de aires limpios y aguas cristalinas, a fin de que su esposa, Elisa Casado Bernal, ya delicada de salud, pariese a su hijo número 12. Se llamó Ernesto Sixto de la Asunción, y sería el más universal de los compositores latinoamericanos.

Tiene apenas seis años de edad cuando la revista El Fígaro reconoce su seguridad en el piano y la fineza y el buen gusto de sus ejecuciones. Su hermana Ernestina —14 años mayor— le pone las manos en el instrumento «con un sentido de la disciplina, al margen de la improvisación». En 1904 matricula en el conservatorio Peyrellade, y en 1908 publica su primera obra musical. Ya fuera del conservatorio, toma clases con el maestro Joaquín Nin, quien al regresar a París le aconseja que no reciba clases de nadie más que de Hubert de Blanck.

El padre de Lecuona había muerto en 1902 y la madre necesitaba de cuidados especiales. Para ayudar al sustento de los suyos, Lecuona comienza a trabajar con 12 años. El cine era todavía silente y se requería de pianistas que animasen las proyecciones. En el cine Fedora, de Belascoaín y San Miguel, devenga tres pesos españoles diarios por esa tarea —no existía aún la moneda nacional— y pese a su edad, dirige también la orquesta.

El maestro Hubert de Blanck piensa que su discípulo malgasta su talento. Conversa con la madre de Lecuona. Tiene ante sí una sólida carrera pianística y urge sacarlo de ocupaciones triviales, que podrán ayudar a vivir a la familia, pero que no conducen al músico a ninguna parte. Elisa comprende y acepta la sugerencia a costa de grandes sacrificios. Muchos años después, en el apogeo de su gloria, Lecuona recordaba emocionado la fe de su madre, e insistía en afirmar que lo que era se lo debía a ella.

Cerca de 200 representaciones

No derrochaba su talento el joven pianista. En 1912 compone La comparsa. Lo atrae el teatro lírico. La revista, el sainete, la zarzuela hallan en él a un inspirado cultivador. Domingo de piñata, estrenada en el teatro Martí en 1919, marca un hito en la historia de ese coliseo al alcanzar cerca de 200 representaciones. En 1922 está entre los fundadores de la Orquesta Sinfónica Nacional, y al año siguiente organiza y dirige, en los teatros Payret y Nacional, los Conciertos Típicos Cubanos.

En 1927, en la zarzuela Niña Rita o La Habana de 1830 —libreto de Castells y Riancho y música de Eliseo Grenet— Rita Montaner, en el papel del negrito calesero, interpreta ¡Ay, mamá Inés!, de Grenet, y Canto Siboney, de Lecuona, éxitos perdurables, si los hay. En 1935 se estrena en el teatro Auditórium Lola Cruz, zarzuela en la que Esther Borja debuta en el ámbito teatral. El libreto de esa zarzuela es del poeta Gustavo Sánchez Galarraga, con quien el compositor mantuvo una relación digna de tenerse en cuenta. Mucho trabajaron juntos ambos creadores. Dijo Lecuona: «Gustavo y yo éramos el complemento, la síntesis, el resumen del entusiasmo. Ello nos dio la oportunidad de identificarnos íntimamente…».

Viaja intensamente Lecuona. En 1928 creadores del calibre de Varése, Carpentier, Ravel y Turina lo aplauden en sus presentaciones en París. En Hollywood trabaja en la musicalización de El manisero. En Nueva York interpreta Rapsodia en azul en presencia de su creador, el compositor norteamericano George Gershwin, y también en el Carnegie Hall de esa ciudad estrena, el 10 de octubre de 1943 su Rapsodia negra.

La nostalgia

Fue muy intensa su vida. Compuso cientos de bellísimas piezas que comprenden la amplísima gama de la música popular cubana. Descubre, pule y lanza toda una cantera de artistas. Trae a Cuba a no pocas estrellas rutilantes. Pese a su carácter tímido e introvertido, sabe ser el empresario cuando tiene que serlo. El compositor exquisito no es remiso a supervisar el vestuario y la escenografía de un espectáculo con tal de mantener vivo el teatro lírico cubano para el que produce, aparte de las mencionadas, otras zarzuelas igualmente inolvidables, como El cafetal (1928) María la O (1930) y Rosa la china (1932).

«Sigue su vida, sin tregua ni reposo, componiendo, luchando por los derechos de los compositores cubanos, produciendo buenos programas para el teatro, grabando su música», dice Díaz Ayala.

Luego de un largo periplo por España, Marruecos y las islas Madeiras, regresa a Cuba el 23 de enero de 1959. La Revolución ha triunfado y el Maestro, dice el musicólogo Orlando Martínez se siente «animoso y emprendedor». Un grupo de compositores —Portillo de la Luz, Rosendo Ruiz Quevedo, Juan Arrondo…— acusan de batistiano y de mal manejo de los fondos de la institución al letrado y secretario general de la Sociedad de Autores, e involucran en el acto a Lecuona, Gonzalo Roig, Miguel Matamoros y Rodrigo Prats, por haberse constituido «en sus cumplimenteros», y se pide la expulsión de Lecuona del Sindicato de Músicos.

El famoso autor de Damisela encantadora, que nunca se dignó a ripostar los ataques de que fue objeto a lo largo de su vida, esta vez se defiende. «Nunca ofrecí mi música en el Campamento de Columbia… Nunca he recibido cheques ni prebendas de ningún Gobierno cubano a cambio de mi música… nunca he deambulado por los ministerios buscando nada a cambio de mi nombre. Nada de esto me ha hecho falta. Mi música me ha dado para vivir…».

El agua fue tomando su nivel. No faltaron defensores de Lecuona en la prensa y la TV, y el sindicato de músicos de Marianao insistió en homenajearlo en el Anfiteatro de esa ciudad, mientras la FEU organizaba, en el Estadio Universitario, un homenaje de desagravio para Lecuona y para Roig.

En mayo del 59 organiza tres conciertos en el Auditórium. Sería su último contacto con el público cubano. Sale después de Cuba. En Estados Unidos lo mata la nostalgia. Está amargado. No escribe. Necesita el contacto con su tierra. Enferma de cuidado.

En septiembre de 1963 se va a España. Visita las Canarias, y en Málaga lo declaran hijo adoptivo y le obsequian una casa en reconocimiento por su inmortal Malagueña. Dona a una iglesia una imagen de la Caridad del Cobre ante la que hace decir misa por las víctimas del ciclón Flora. En Barcelona enferma de gravedad.

Vuelve a Santa Cruz de Tenerife y allí, en el lujoso hotel Mencey, las cosas parecen mejorar. Todo no es más que una ilusión. Fallece en la media noche del 29 de noviembre de 1963. Lo mata una broncopulmonía con una asistolia por fibrilación ventricular.

El 3 de diciembre, ante el cadáver, se ofreció una misa de corpus insepultus en la iglesia del cementerio de Santa Lastenia, en Santa Cruz. Luego, el cuerpo fue trasladado a Madrid. Allí se le cantó una misa imponente organizada por la Sociedad de Autores de España. Doce sacerdotes oficiaron ante 48 candelabros. Actuó la Orquesta Sinfónica de Madrid con un coro de 200 voces. La bandera cubana cubría el féretro.

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