Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El Duende

La tecla del duende

Olga y Luis

Siempre conmueve la historia de un gran amor. En el final del libro Miami, donde el tiempo se detuvo, se narra una pasión estremecedora. El volumen es una larga entrevista del reportero Luis Báez con el también periodista cubano, radicado en Miami, Luis Ortega:

LB: La desaparición de su esposa se trata de algo más que una muerte.

LO: Son 63 años de íntima vinculación de un hombre con una mujer buena y noble. Es una larga historia con todos sus horrores y delicias. (…). Ella recibió el diagnóstico del cáncer con un estoicismo admirable: «Le doy gracias a Dios porque voy a morir primero que tú», fue su respuesta a la condena a muerte. Esa era su obsesión. Morir primero. (…).

Me pidió morir en silencio. Me hizo jurar que no tendría funerales. Ni ceremonias. Nada de esquelas en los diarios. Ni misas. Nada. Simplemente, la cremación y luego la dispersión de sus cenizas en el parque, junto a la bahía, donde ella, hace 43 años, llevaba a jugar a nuestros dos hijos.

LB: ¿Por qué no quiso funerales?

LO: En las ansias del amor quería protegerme todavía más. «Es que hay mucha gente en Miami que no te quiere por las cosas que escribes, y pienso que cuando ellos se enteren de que estás sufriendo por mi muerte se regocijarán». (…).

Olga tuvo la desdicha de unir su destino, a los 18 años, a un hombre «sin fe ni sede», que no creía en las mismas cosas en que ella creía. No fue un matrimonio fácil. Ninguno lo es. Pero el vínculo fue siempre indisoluble. Ella, tan débil y vulnerable y, al mismo tiempo, tan fuerte de espíritu, ganó todas las batallas porque tenía una divisa inapelable: «la única fuerza en el mundo es el amor».

Fue siempre leal a su fe. Y no fue solamente una divisa. Fue su propia vida, predicada con el ejemplo. Fue una profesora inolvidable, un «evangelio vivo». Treinta años después, sus viejos alumnos llaman por teléfono para llorarla.

LB: Una mujer excepcional.

LO: Tengo que confesar que, a la hora de su muerte, me siento culpable. No es posible vivir 63 años al lado de una mujer excepcional por su bondad y su inteligencia y no sentir que uno tiene culpas inexcusables.

No he sido nunca el hombre apto para la vida matrimonial apacible. El destino me empujó siempre a una vida llena de avatares. No fue justo hacerla compartir esa vida. No fue justo, lo digo con tristeza. Pero ella nunca se quejó. No nos faltó nunca el amor profundo, esencial y eterno. Solamente la muerte ha podido arrancármela.

Lo poco bueno que puede haber en mí se lo debo a esta mujer. Ella me enseñó con su ejemplo de amor y tolerancia. Ella me enseñó cómo es que se debe morir con dignidad. El diálogo de 63 años no ha terminado ni terminará nunca. La gente pensará que estoy loco, al verme hablar solo. Es posible. (…) Lo que me queda entre los dedos son sus cenizas, pero tiene sentido. Polvo serás, mas polvo enamorado.

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