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Hacer el amor en medio de un ciclón

Los periodistas Ana Esther Zulueta Avilés y Roberto Díaz Martorell presentaron en la Redacción de JR el volumen Cuando las palabras se parecen a la vida, una historia apasionante de amor, de solidaridad, de fraternidad

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

El techo de la casa voló. Y mientras el cielo se abría como un espectro ante sus ojos, Ana Esther pensaba en abrazar a su madre. Si al fin se iba de este mundo entre ráfagas de viento, relámpagos, truenos y aguaceros, ese viaje celestial debía ser entre los brazos cálidos que la mecieron a la vida.

Hay algo extraño, elevado, que a veces provocan las tragedias: ese salto inaudito del horror al amor; ese trance en el que mientras las furias naturales —que son también las de la existencia— intentan entregarnos a los demonios, nos devolvemos como ángeles.

No todos los libros provocan sensaciones tan fuertes como para terminar en llanto. Así ocurre con un texto como el que este jueves en la tarde se presentó en la Redacción de nuestro diario, nacido de la ternura de dos colegas como Ana Esther Zulueta Avilés y Roberto Díaz Martorell. Leyendo Cuando las palabras se parecen a la vida no puede evadirse ir de las emociones a las palpitaciones más tiernas.

El presidente del Instituto de Historia de Cuba, René González Barrios, no escatima en dibujarnos la obra de estos enamorados de «su Isla» al sur del archipiélago como una «novela de tensión; una historia apasionante de amor, de solidaridad, de fraternidad; de cómo el pueblo de Cuba ayudó a los pineros tras el huracán Gustav —la peor tragedia natural en esa tierra en los últimos 50 años—; y de cómo los pineros se ayudaron ellos mismos. «Es un libro fabuloso, escrito con una prosa elegante y apasionada», cierra el historiador.

No es casual que en el prólogo Elena Carujo Morales nos diga que entre estas páginas se habla de la inclemencia, el agua y las historias tristes, pero al mismo tiempo se enciende la luz de la esperanza, la otra historia que se escribió sobre las hierbas quemadas y las ramas de los árboles que inundaban las calles; las historias de los niños, las mujeres y los hombres de esa Isla que no se quedaron a llorar sobre las ruinas de sus casas, escuelas y parques cuando, como describió Fidel —y fundamentaron científicos— habían sufrido el impacto de una bomba atómica.

Las historias que aparecen, contadas muchas con la urgencia periodística en este diario, Granma y la Agencia de Información Nacional, tienen ahora el vuelo literario, mezclado con la experiencia desgarradora, a la vez que todo lo humanamente hermoso y reconfortante vivido por ellos, narró Ana Esther.

A Roberto le sigue apretando el pecho el esfuerzo humano para salir de la tragedia. Ese salto esperanzador que siguió al derrumbe, y la confianza y el amor por Cuba que parecían haberse sembrado como ráfagas de viento. «Las personas estaban sentadas ante su casa devastada, y por techo levantaban al viento una Bandera nacional».

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