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De la nada a la gran confirmación

Cuando se observa qué sucede con quienes toman parte en proyectos socioproductivos, al amparo de las misiones educativas, solo puede pensarse en la urgencia de que esa experiencia social se multiplique por toda Venezuela

Autor:

Alina Perera Robbio

CARACAS, Venezuela.— En dos lugares de la ciudad, de cuyos nombres es justo acordarse, me ha sido corroborada la certeza de que lo más importante de la vida es que ella tenga un sentido: el primer escenario es Torre Sur, parroquia La Candelaria; y el segundo es un universo de caminitos y esquinas dentro de un cerro en la parroquia 23 de Enero.

En estos, como en otros 20 puntos del Distrito Capital, han nacido proyectos socioproductivos que al amparo de misiones educativas como la Robinson y la Ribas, cultivan en los más jóvenes el saber y la capacidad de desarrollar habilidades en un oficio con el cual sostener una existencia digna.

En este empeño no ha faltado la ayuda de los misioneros de la Isla. Magdolis Leyva Pupo, asesora municipal integral de la Misión Educativa cubana en Venezuela, nos comenta que, entre otras tareas, ella y otros colegas deben acompañar a las estructuras venezolanas en la identificación de posibles proyectos socioproductivos.

«Lo primero que hacemos —dice Magdolis— es el estudio de la situación socioeconómica donde desarrollamos la misión de asesoramiento. Realizamos charlas e intercambios con entidades del hermano país y con numerosos patriotas para hacer énfasis en el valor de impulsar proyectos socioproductivos en todas las parroquias donde sea posible».

La explicación tiene lugar mientras visitamos en Torre Sur, parroquia La Candelaria, del municipio de Libertador, la casa de Zoila López, de 48 años, quien con otras personas elabora uniformes escolares, piyamas, ropa deportiva y diversas piezas que luego venden —a «precios solidarios», como ellos dicen— a instituciones cercanas. El proyecto pertenece a la Misión Robinson, nació en 2013 y tiene aceptación entre numerosas familias cercanas que se sirven de esas producciones textiles en medio de múltiples problemas económicos.

Mientras Zolia agradece que los cubanos le hayan ayudado en el estudio socioeconómico de la comunidad para insertar con éxito el proyecto textil, en lo que hace alusión a los centros docentes que tienen en cuenta cuando fabrican las prendas de vestir en un pequeño taller, resulta inevitable pensar en la necesidad de que esta experiencia emprendedora, la elección de hacer algo con manos propias, se expanda lo antes posible por las venas de la sociedad venezolana.

El chocolate y la ilustración

Ver los cerros desde lejos es una cosa; caminarlos por dentro es otra. Hay escaleras casi verticales que llevan a caminos también muy difíciles, los cuales conducen a innumerables puertas y ventanas tras las cuales habitan miles de personas humildes.

En la parroquia 23 de Enero es difícil imaginar qué palpita detrás de cada pared. Por eso asalta la maravilla cuando en una mañana de calor traspasamos el umbral de una casa donde 25 jóvenes venezolanos estudian para hacerse bachilleres, al mismo tiempo de protagonizar, allí mismo, la fabricación de chocolatinas (vendidas a precios no abusivos), cuyos destinatarios por excelencia son los niños de la zona.

Los productores y futuros bachilleres también pertenecen a la comunidad. Antes de sumarse a las aulas y a las mesas de procesamiento artesanal del cacao, estaban ociosos.

Migdaly Roldán, de 40 años, nos ha dado la bienvenida en compañía de numerosas personas. Ella es la líder de la emprendedora experiencia: «Provengo de una familia que adora cultivar la tierra —expresa—; ellos siembran, en el estado de Miranda, cacao, plátano, yuca… todo lo que pueden. Tenían su hacienda y la trabajaban, y recibieron el título de propietarios cuando el Comandante Chávez se lo dio a quienes poseían tierras, vivían y laboraban en ellas pero no eran propietarios oficiales.

«Gracias a Chávez mi papá y toda su familia tienen una hacienda. Como nosotros decidimos inscribirnos en la Misión Ribas, y nos estaban pidiendo tener un proyecto socioproductivo, decidimos elegir la producción del cacao. La experiencia nació en febrero de este año, y la empresa ha ido marchando junto con las aulas donde tenemos los 25 estudiantes».

A pesar de haber transcurrido poco tiempo y de que los protagonistas no cuentan aún con financiamiento del Gobierno, las cosas, según afirma Migdaly, han ido saliendo bien: «Entre todos los compañeros hicimos un aporte para comprar la producción de cacao. Un grupo se dirigió a la hacienda de mi padre; allá en Miranda están nuestros proveedores, los que tienen las matas de cacao y las venden».

La muchacha conoce a pie juntillas los secretos de la fermentación del cacao, de su secado y de todas las condiciones que llevan a lograr un buen chocolate: «Se los damos, con facilidades de precios, a los niños de las escuelas cercanas. Hacemos el chocolate en cuadritos, para que se vea más lindo. Es un producto que no le va a hacer daño a nadie».

Migdaly Roldán agradece a la Misión Ribas por «esta oportunidad de producir y de aprender. Aquí hay personas que no trabajábamos, que no teníamos algo estable en la comunidad para vivir. A muchos les cuesta conseguir empleo, y proyectos como este pueden ayudar».

En la sala donde nos acogen radica el aula para quienes no han podido culminar su bachillerato. En los altos está el taller donde todo huele a chocolate. Edisson Roldán Castillo, de 39 años, uno de los maestros, habla de cómo se imparten los conocimientos: «Muchos se acercaban y tocaban las puertas y decían que necesitaban terminar sus estudios, seguir, superarse, hacer carreras universitarias y hacer una vida útil. Nosotros reclutamos ese talento, ese potencial intelectual que tenemos en nuestra comunidad».

Edisson es licenciado en Ciencias Sociales y se graduó en el Pedagógico de Caracas. Llevaba 14 años en el ejercicio de la profesión docente en liceos públicos, y ahora se dedica a tiempo completo como facilitador y coordinador de la Misión Ribas. «Esto —confiesa— lo hacemos por vocación, porque más allá del pago que nos pueda dar la Misión, la mayor recompensa que nos pueden ofrecer es la posibilidad de superar y graduar a jóvenes que salen con sus títulos y con habilidades para un proyecto de producción».

La otra maestra, Marisol Lobo, comenta «estar feliz de pertenecer a la comunidad y de seguir en esta lucha que nos hemos impuesto en lo que es la labor social. Soy abogada; estudié Relaciones Internacionales, y le digo que es muy importante ir a la búsqueda de los chicos, llamarlos para que vengan a estudiar, proponerles esta iniciativa, persuadirlos para que vengan. Muchos se nos acercan espontáneamente, algunos desde muy lejos. Ya los muchachos de primer año tienen su propuesta de proyecto con compotas y mermeladas».

—¿Qué tal los asesores cubanos? —preguntamos a Marisol. Y ella entonces narra con orgullo cómo ha trabajado con muchas personas de la Isla, con quienes ha emprendido de conjunto tareas de valor social. «Aquí teníamos unos doctores tan buenos… Yo definitivamente los amo».

El buen sabor del talento propio

La Robinson es la misión encargada de alfabetizar, en lo básico, a quienes no alcanzan todavía a leer o escribir. La Robinson II Productiva busca que quienes se suman alcancen el sexto grado y lleguen a dominar un oficio. Por su parte la Ribas, a partir del próximo 1ro. de septiembre, se convertirá en Ribas Productiva, porque además de bachilleres, sus alumnos egresarán con calificación de técnicos.

Todos esos detalles, necesarios para entender la vorágine social que se abre paso en los espacios más humildes de Venezuela, son ofrecidos por el cubano Miguel Ángel Rodríguez, asesor de proyectos socioproductivos en el Distrito Capital.

Hacer ciudadanos útiles y merecedores de ostentar un empleo y crear unidades de producción familiar es el propósito de experiencias como la del Cacao, según nos explica Miguel Ángel. «Los maestros de estas aula son facilitadores que se preparan a través de talleres metodológicos», explica.

Mientras Miguel Ángel nos habla de inclusión, de que todas las personas que viven en la comunidad tienen derecho a formar parte de un proyecto socioproductivo, somos testigos de cómo un grupo de adolescentes se enfrasca en hacer el mejor chocolate del mundo.

El proceso es rústico; a cualquiera podría parecerle la confluencia insignificante de unos artesanos anónimos. Pero de la nada esos seres han ido gestando algo con manos propias. Y en muchos casos, desde la desolación y el aburrimiento, se han ido enrumbando hacia una autoestima superior, hacia la dignidad y la esperanza.

Zoila muestra con orgullo un uniforme de bombero que está terminando. Foto: Alina Perera Robbio

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