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El Cuate

Cuba lamenta el fallecimiento de Antonio del Conde, entrañable amigo de Fidel y dueño del yate Granma, en el cual viajaron nuestros 82 expedicionarios en el camino de la libertad

Autor:

René González Barrios*

No por esperada fue menos dolorosa la noticia. El Cuate murió. Así lo conocimos los cubanos el pasado 7 de abril. Con él partía a la eternidad el eslabón más importante de la cadena de nobles mexicanos que se entregaron en cuerpo y alma a la Revolución, que, en la Patria de Juárez, organizó Fidel: Arsacio Vanegas y sus hermanas Irma y Joaquina, Alfonsina González, Alicia Zaragoza, el gallego Vélez, Avelino Palomo, entre muchos.

De joven, conocí la leyenda de El Cuate en los libros y me fascinó aquella historia de lealtad absoluta de un extranjero que lo entregara todo por la causa de Cuba.

La vida me concedió la oportunidad de conocerlo personalmente en México cuando, entre 1998 y 2003, me desempeñé como agregado militar, naval y aéreo de Cuba en ese hermano país. Desde el primer apretón de manos, nació entre ambos una hermandad indestructible. Tenía el honroso privilegio de sumergirme en la historia. En cada conversación con él, sentía a Fidel, al Comandante, como llamaba al Che, a Raúl, a Chuchú Reyes, por quien sentía una extraordinaria simpatía. El Cuate destilaba Revolución cubana por los poros.

Antonio del Conde Pontones, mexicano nacido en New York, era un hombre muy discreto y transparente a la vez; decía sin tapujos y donde fuese lo que sentía. Fidel y su Revolución eran sagrados, infalibles, y no admitía contra ellos ninguna crítica, aunque hubiera razones para hacerlo. Sencillo y humilde, no gustaba de elogios.

Muy familiar, siempre se refirió a sus padres como su papacito y su mamacita. Los adoraba. Fue un católico practicante, sin guardar rencor a la iglesia que en su momento lo excomulgó por su apoyo a la Revolución Cubana. Vivió como un asceta: vegetariano, no bebía, y practicaba, hasta los últimos momentos de su vida, ejercicios físicos.

En una ocasión lo llevé a saludar a Osmany Cienfuegos, a quien no veía desde los días iniciales y gloriosos de la Revolución. Modesto como era, no admitía la afirmación del hermano de Camilo, cuando le dijo que él era el eslabón más importante de la cadena revolucionaria en México, pues si fallaba, posiblemente Fidel no hubiera podido cumplir su compromiso de que, en 1956, seríamos libres o mártires. Y no falló. Le decía Osmany que lo envidiaba, pues El Cuate había creído ciegamente en Fidel desde el primer contacto e intercambio de palabras, mientras que él había viajado a México a convencer a Camilo de no involucrarse en aquella locura de expedición que se preparaba. Camilo, como El Cuate, asumieron como válida la locura fidelista y, tras ellos, arrastraron a Osmany.

Tuvo Fidel la genialidad de enmascarar la identidad de Antonio del Conde Pontones en el seudónimo de El Cuate, mítico personaje tras el que se lanzaron, ávidos, los servicios secretos de Batista y de México. Difícil encontrar tan misterioso revolucionario entre los cientos, miles, millones de cuates, que en México admiraban a Cuba y su Revolución.

En México, le pedí que impartiera un conversatorio a los niños de la Embajada de Cuba sobre la historia del Granma. Me solicitó un tiempo. El día fijado se apareció en la misión diplomática con varios paneles de madera atados al techo de su auto. Era un Granma de madera que él mismo construyó en su casa para nuestros hijos. Un Granma bello, pintado de blanco, y con el nombre del emblemático yate en la proa.

El yate Granma partió de tierras mexicanas el 25 de noviembre de 1956.

En el pequeño salón de reuniones de la Misión estatal, armó su yate, se subió a él, e invitó a los niños a acompañarlo en aquel imaginario Granma. Allí les contó, con lujo de detalles, la hermosa historia de la que fue un protagonista decisivo. Concluido el intercambio, le regaló a cada niño una sillita, y les picó un delicioso pastel que mandó a preparar especialmente para ellos. Por los niños sentía especial predilección.

Hombre fuerte de espíritu, curtido por la vida, le vi llorar. Fue en un viaje que hicimos a Tuxpan, para rememorar la salida del Granma. Nos detuvimos en el motel Mi Ranchito, muy cerca de la ciudad de Poza Rica. Sería alrededor de las siete de la noche. Me llevó a una de las cabañas del complejo, y con lágrimas en los ojos me expresó: «…en una tarde como esta, oscureciendo, Fidel me dijo, el 24 de noviembre de 1956, que yo no me iría en el Granma, que le sería más útil en México». Lloró con orgullo.

En ese viaje le pedí que impartiera una conferencia en Tuxpan sobre el Granma. Allí pululaban las historias fantasiosas vinculadas con Fidel, Camilo y el Che, hijas de la leyenda de la Revolución Cubana en esa histórica ciudad. Conociendo su apego a la verdad, le rogué que fuera delicado con los tuxpeños, que vivían orgullosos de sus fabulosas e imaginativas historias. Me miró serio y no me dijo nada más. Comenzó su charla, ante una plaza abarrotada de pueblo ávido de conocer al hombre leyenda, como si en él estuvieran viendo a Fidel, diciendo que venía a acabar con todas las mentiras que allí se inventaban sobre el Granma. Lo hizo con tal naturalidad y franqueza, que lejos de molestar, despertó grandes carcajadas y aplausos. El Cuate era un orgullo de Tuxpan y los tuxpeños.

Por el Che sentía tanta devoción como por Fidel. Con él trabajó directamente en Cuba, en el Ministerio de Industrias. Sin duda, la admiración fue recíproca. Mucho se emocionó cuando le leí párrafos de un documento histórico, aún no divulgado, en el que el Che lo recomendaba como apoyo en Bolivia a la guerrilla que allí dirigía.

El día que la Secretaría de Marina de México me impuso una condecoración por el término de misión, les pedí permiso para que me acompañaran a la ceremonia el Embajador Jorge Bolaños y un mexicano que era muy importante para Cuba: El Cuate. La ceremonia protocolar fue rigurosa. Tras el brindis, toda la atención del almirantazgo mexicano se centró en atender a aquella figura legendaria, orgullo de México y de Cuba. Me sentí felizmente relegado.

En los últimos años, con más de 90 de edad, se movía en moto por todo México. Era una manera de ponerse él mismo retos en la vida.

Apenas conoció la inauguración del Centro Fidel Castro Ruz lo convirtió en un destino frecuente. Allí se sentaba, contemplativo y orgulloso, a observar la dinámica de la institución. Consciente de lo que significaba para los cubanos y para el mundo, como símbolo de solidaridad, permitía, a quien se lo solicitaba, tomarse fotos con él. Les pedía que aprendieran a mirar a Fidel con el corazón, que solo así podrían entenderlo y conocerlo.

En un gesto de desprendimiento, hijo de su amor a Cuba y su confianza en Fidel, donó al Centro sus recortes, fotos, papeles y libros, vinculados con la Revolución.

El Cuate recibió, hasta los últimos instantes de su vida, el cariño especial del General de Ejército Raúl Castro Ruz, y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, por lo que representaba para la historia de Cuba. En nuestra Isla, donde dejó tantos amigos y recuerdos, El Cuate es leyenda.

En la historia de Cuba y México, hay relaciones entrañables entre cubanos y mexicanos. Benito Juárez tuvo en el poeta cubano Pedro Santacilia, su ayudante y yerno, su mano derecha. José Martí, en Manuel Mercado, a su benefactor y amigo entrañable. Fidel Castro tuvo en Antonio del Conde Pontones, El Cuate, al más fiel, incondicional y anónimo servidor de la epopeya del Granma.

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