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Historia y presente (I)

A lo largo del tiempo la Doctrina Monroe ha tenido actualizaciones y corolarios de los distintos gobiernos estadounidenses, buscando siempre cerrar cualquier brecha que pudiera, desde la interpretación y la práctica de otros actores internacionales y los países de la región, poner en riesgo sus verdaderos designios

Autor:

Elier Ramírez Cañedo

Cuando en diciembre de 1823, el presidente James Monroe dio a conocer en mensaje al Congreso la doctrina que definiría la esencia de la política exterior de Estados Unidos hacia la región latinoamericana y caribeña, resumida en la idea «América para los americanos», se justificaba el rechazo a cualquier nuevo intento europeo de interferir o extender su sistema de Gobierno al continente americano, como un peligro para la «paz y la seguridad» de la nación norteña, encubriendo sus intereses expansionistas y hegemónicos hacia el sur del continente, de manera muy particular en ese momento hacia Cuba y México.

La Doctrina Monroe sirvió a Washington para declararse de manera unilateral y, como si fuera un derecho divino, protector del continente americano, haciendo saber al resto del mundo dónde residía su zona de influencia, expansión y predominio. A lo largo del tiempo tendría numerosas actualizaciones y corolarios de los distintos gobiernos estadounidenses, buscando siempre cerrar cualquier brecha que pudiera, desde la interpretación y la práctica de otros actores internacionales y los propios países de la región, poner en riesgo sus verdaderos designios.

Por solo mencionar algunos de ellos, el Corolario Polk de 1848: Estados Unidos no solo no admitiría nuevas colonizaciones europeas en el continente americano, sino tampoco que ninguna nación de la región por su libre cuenta solicitara la intervención de gobiernos europeos en sus asuntos o la propia unión a alguno de ellos, asimismo expresaba que ninguna nación europea podía interferir en la voluntad o deseos de países del continente de unirse a Estados Unidos; Corolario Hayes de 1880: fijaba el Caribe y Centroamérica como parte de la esfera de influencia exclusiva de Estados Unidos y que para evitar la injerencia de imperialismos europeos en América, Washington debía ejercer el control exclusivo de cualquier canal interoceánico que se construyese; Corolario Roosevelt de 1904 —mucho más conocido—: proclama el deber y el derecho de Estados Unidos a intervenir como árbitro o policía internacional en los países de América Latina y el Caribe ante conflictos o deudas de estos con potencias extrarregionales; y el Corolario Kennan de 1950: justificaba el respaldo de Estados Unidos a las dictaduras que florecían en la región bajo el pretexto del anticomunismo, las cuales serían incluso denominadas «dictaduras de seguridad nacional».

Resulta muy ilustrativo a la luz de hoy cuando seguimos viendo la obsesión yanqui con relación a Cuba, que en el contexto de la proclamación de la Doctrina Monroe, estuvieran gravitando en especial los intereses de dominación de Estados Unidos sobre la Mayor de las Antillas. Y es que la Doctrina Monroe también se complementaba con la llamada Teoría de la Fruta Madura, formulada por John Quincy Adams en el propio año 1823, en la cual se comparaba a Cuba con una fruta en un árbol, para metafóricamente señalar que, como mismo existían leyes de la gravitación física, existían leyes de gravitación política y, que por tales razones, no había otro destino para Cuba que caer en manos estadounidenses, solo había que esperar el momento oportuno a que esa fruta estuviera madura para que se cumpliera ese final inevitable. Durante ese proceso —destacaba también Adams en carta enviada el 28 de abril de 1823 al representante diplomático de Estados Unidos en Madrid— era preferible que la fruta apetecida permaneciera en manos de España, antes que pasara a manos de potencias más poderosas de la época.

De ahí que, cuando el ministro de Relaciones Exteriores de la corona británica, George Canning, propusiera a Washington la firma de una declaración conjunta de rechazo a cualquier intento de la Santa Alianza y Francia por restaurar el absolutismo de España en los territorios hispanoamericanos, Estados Unidos tomara la delantera en una jugada maestra, haciendo una declaración por su cuenta —conocida luego como Doctrina Monroe— que dejaba las manos absolutamente libres a Estados Unidos en América e intentaba atárselas al resto de las potencias, inclusive Inglaterra. En la raíz del surgimiento de la Doctrina Monroe, estuvo entonces Cuba, como uno de los territorios más ambicionados por la clase política estadounidense. También México, cuyos territorios en más de la mitad de su extensión serían después usurpados durante la guerra de 1846-1848.

En 1830 partía a la eternidad Simón Bolívar, quien durante su lucha por la independencia y la unidad de los pueblos de Hispanoamérica había sentido el rechazo estadounidense como un gran obstáculo y peligro permanente, así como comprobado su postura calculadora y fría —que él llamó conducta aritmética— en relación con el proceso emancipador que tenía lugar en Suramérica. Contra el Libertador y sus planes de unidad e integración de Hispanoamérica se tejió desde Washington una amplia red conspirativa, que asombra aún hoy por su nivel de articulación, cuando aún no existían los medios de comunicación e inteligencia con los que cuenta el imperialismo norteamericano en la actualidad.

Sin embargo, representantes diplomáticos estadounidenses como William  Tudor, William Harrison, Joel Poinsett, entre otros, hicieron un trabajo sucio muy efectivo por vencer, más que a la persona de Bolívar, las ideas que él representaba y defendía, totalmente antagónicas a la filosofía monroísta. Su pensamiento precursor del antimperialismo, acerca de la unidad e integración de los territorios liberados del yugo del colonialismo español, en favor de la abolición de la esclavitud, de las clases más desposeídas y de la independencia de Cuba y Puerto Rico, fue la mayor amenaza a sus intereses de expansión y dominio que enfrentó Washington en aquellos años, de ahí sus innumerables intentos de desacreditarlo llamándolo «usurpador», «dictador», «el loco de Colombia», entre otros calificativos ofensivos.

En la segunda mitad del siglo XIX, el ideal bolivariano tendría en José Martí, el Apóstol de la independencia de Cuba, a uno de sus discípulos más brillantes, quien pudo ver como nadie en las entrañas del monstruo y alertar de sus peligros para la independencia de Nuestra América y el propio equilibrio del mundo. Fue entonces a él a quien correspondió enfrentar el monroísmo en la etapa en que Estados Unidos daba sus primeros pasos de transición a la fase imperialista y cuando la Doctrina Monroe se modernizaba a través del Panamericanismo, que propugnaba la unidad continental bajo el eje dominante de Washington desde la narrativa del llamado Destino Manifiesto, una tesis de supuesta raíz bíblica, que afirmaba que la voluntad divina concedía a la nación estadounidense el derecho de controlar la totalidad del continente. Estados Unidos buscaba la supremacía hemisférica en los foros e instrumentos jurídicos internacionales y con ello la institucionalización de los postulados de la Doctrina Monroe.

A través de sus crónicas y artículos en más de una veintena de periódicos hispanoamericanos José Martí desarrolló una intensa labor antimperialista para derrotar las tesis de la moneda única, del arbitraje y unión aduanera, que promovía el secretario de Estado de Estados Unidos, James Blaine, en la Conferencia Internacional Americana celebrada en Washington entre 1889 y 1890. Así lo haría también en la Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América en 1891, donde participó activamente como Cónsul de Uruguay.

Poco antes de caer en Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895, en carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado, Martí dejó testimonio de cual había sido el sentido de su vida: impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extendieran por las Antillas los Estados Unidos y cayeran con esa fuerza más sobre nuestras tierras de América.

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