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Nadie es perfecto

El filme español Los girasoles ciegos, uno de los estrenos del ICAIC en agosto, se basa en un precepto que reconoce la naturalidad, la humanidad del pecado

Autor:

Rufo Caballero

Recuerdo los irónicos versos: Vivir sin pecado/ en pecador me convierte. El filme Los girasoles ciegos, el mayor éxito del cine español en 2008, y uno de los grandes estrenos del ICAIC en agosto, se basa en un precepto similar: la naturalidad, la humanidad del pecado.

Inspirada en la novela homónima de Alberto Méndez, publicada por Anagrama, la película estudia el debate interior en un joven diácono (ostenta el último grado de ordenación antes del sacerdocio) que en la España de 1940 no se repone de los traumas de la guerra y cuando se dispone a dictar clases en un colegio, como forma de expurgación, conoce allí una nueva y sabrosa manifestación del pecado: el erotismo desbordante. Los diálogos entre Salvador (simbólico nombre del joven) y el Padre, rodados por cierto sin mucha inspiración, son pólvora y no en el viento. El Padre le explica que así como los instintos generan la lascivia y el desorden, derraman también las heroicidades. Que nada es simple. Que la vida incluye el pecado. Que, tal como anuncia la Biblia, a menudo los desorientados vagan como girasoles ciegos; pero, al tiempo, sin la menor duda, existe la luz en el mundo, y aguarda por los girasoles. Esto es: el Padre transmite al joven la idea de que el pecado no resulta exactamente una estación para permanecer o un objetivo en sí mismo, pero hay que atravesarlo, hay que conocerlo, porque una vida sin pecado no es vida ni es nada.

Así se presenta un filme contradictorio: siendo sumamente transgresor en su espíritu, queda rodado por José Luis Cuerda con extrema corrección pero sin mucho aliento, sin ese carácter subversivo de su verbo y de su argumento; desde un criterio algo televisivo en la exposición, que entrega mucho de lo determinante a la consistencia del argumento y la literariedad de la novela original.

Cuerda tiene el valor de volver a pulsar un registro neurálgico en la memoria del pueblo español. No solo los alemanes no saben qué hacer con el peso de su pasado (expiar la culpa, penar por la carga colectiva, clonar ese pasado dudoso); tampoco los españoles. La movida cultural de finales de los 70 y comienzos de los 80 (Almodóvar, Chávarri y otros) se juraron no volver sobre ese cine retórico que hizo de la dictadura de Franco una herida más estética que ética. Pero la Historia es tenaz. A la memoria no la contiene nadie; no la frenan resortes artificiales. Cada cierto tiempo vuelve a aflorar una película interesada en resituar la meditación histórica que intenta explicarse el pasado para mejor actuar en el presente.

Los girasoles ciegos es una película sólida. «Sólida» es la palabra, no otra. El terror personal a las emanaciones del pecado expresa el pánico del pecado histórico, de la dictadura. Los personajes sudan matices. Sus tensiones internas resultan complejas; los vuelven redondos y rotundos. Particularmente la Elena de Maribel Verdú: ella protege a Ricardo (Javier Cámara), su marido, un comunista recluido, pero la pérdida de sensualidad con los años, la obstinación del claustro, la lleva a sucumbir —al menos, a debatirse— frente a los reclamos eróticos del joven diácono (Raúl Arévalo). Sin embargo, cuando se forme lo que se tiene que formar en una historia a punto de explotar en cada minuto del metraje, ¿responderá el joven con limpieza? ¿O, al sentirse burlado, el despecho lo conducirá a una aterradora bajeza, y será entonces ese su verdadero pecado? En tal caso, ¿cómo reaccionará Elena? No me pregunten más, y váyanse al cine, porque este conflicto dramático, personal e histórico, no tiene desperdicio.

A favor de Los girasoles ciegos el sobrio e inteligente trabajo de los símbolos. No por gusto Ricardo y Lorenzo, su pequeño hijo, conversan sobre las «opciones» de un ave: la sartén o la jaula. La muerte o el claustro: no tiene otra opción el comunista acorralado por la dictadura de Franco. Un día no puede más, se para delante de una ventana y grita a los cuatro vientos una frase liberadora; al menos, consoladora. Más tarde, en esa propia ventana, ocurrirá algo horrible.

El filme empieza y concluye con la cámara ¿rendida? ante el sobrecogedor hieratismo de un altar: no obstante las palabras del Padre, religión y dictadura, orden y coerción, rigor y represión, se confunden. La música original es sencillamente preciosa: tiene una extraña densidad poética, que embriaga al espectador con la tristeza y la sensualidad de todo cuanto ocurre. Especialmente en la escena cumbre, que da paso al desenlace: cuando el filme estaba obligado a alcanzar la cima estética, la alcanza, y de qué manera.

Las actuaciones son admirables. Javier Cámara da una clase de sabia austeridad. Tiene una magistral transición gestual frente al espejo, cuando conoce de la muerte de su hija. Aunque este es un filme para rendirse, con el diácono, con el comunista, con todo el mundo, ante los pies de Maribel Verdú. ¡Cómo ha crecido esta actriz! Si en Amantes, de Vicente Aranda, demostró que era bastante más que esa comediante ligera con que irrumpió su carrera, aquí despliega una profundidad sentimental que la lleva a una interpretación excepcional. La Verdú expresa a la perfección el debate entre el deber y el deseo; las dudas provocadas por la sensualidad pecaminosa del joven y la certeza de la defensa de los valores que supone su marido y la relación —rutinaria pero confortante (remember: nadie es perfecto)— sostenida durante años. El rostro, la piel de la Verdú son explosivos de vacilación, de humana veleidad. Y cuando hacia el final, por determinada circunstancia, le da un ataque de llanto, es el llanto más visceral y más genuino que se ha visto en cine en mucho tiempo. Yo, despistado, no había anotado a Maribel Verdú entre mis fetiches. Empiezo a hacerlo.

No todo es oro en el cine lúcido de Los girasoles ciegos. El filme padece, además del conservadurismo de su puesta en escena, que no pasa de adecuada, el raquitismo de la subtrama con la fuga de la hija y su compañero hacia Portugal. Toda esa historia secundaria queda resuelta a brochazos, entre la caricatura y el melodrama más torpe. Hubiese sido beneficioso conservar ese afluente como referencia: aludirlo solo desde la elipsis. Por otra parte, sobra la confesión final del joven, que repasa en palabras todo cuanto el espectador ya conoce. Es una escena que solo sirve para informar la decisión final de Salvador (el complicado muchacho de salvador tiene apenas el nombre); se hubiera podido resolver de otra forma.

O sea, la película hace honor a su filosofía: Nada ni nadie es perfecto. Pero, aun así, créanme, gente: es un peliculón.

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