Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Olvido fatal

No puedo narrar lo que de pronto ocurrió en aquella cola

Autor:

JAPE

A las 5:00 am. comenzó el show de cada día. Algunos corrían desde las puertas entreabiertas de escaleras cercanas. Otros salían de la oscuridad despavoridos como fantasmas que huyen del Ghostbusters. Incluso hubo quienes caían del cielo, como tropas de desembarco aéreo, a saber, si desde un balcón o un helicóptero. Todos fueron formando la ya familiar cola de la tienda.

Murmullos, voces altas, gritos que rompían el silencio de la madrugada que comenzaba a morir. El mismo libreto de cada día encarnado por «actores» nuevos y otros que se repetían. Caras conocidas que miraban de soslayo a quienes, como de costumbre y porque así se autonombraron, organizaban la cola.

Un par de horas después ya todo parecía más organizado, o al menos con menor tensión. Paralela a la cola matriz (por llamarla de alguna manera) crecía con rapidez la hilera de los impedidos físicos y ancianos que viven solos, con su libreta de la bodega en la mano, para así confirmarlo.

Llamaba la atención cómo entre los afectados de salud, según carné mediante, había individuos que se veían más saludables y vigorosos que cualquiera de los soñolientos personajes que esperaban por la apertura del comercio en la otra cola.

Cuando ya la sombra del sol marcaba la novena hora del día, se hizo presente un señor de mediana edad que, con caminar lento, diestramente apoyado en un bastón, se dirigió hasta el principio mismo de las dos colas. Pidió que, por favor, lo dejaran colocarse entre los primeros porque no podría aguantar mucho tiempo de pie y necesitaba hacer la compra. Su despensa y estómago estaban vacíos desde días atrás.

Soy sincero cuando digo que nadie se opuso y todos (en ambas colas) accedieron al pedido. Una señora le obsequió el murito donde estaba sentada y el señor, de mediana edad, a duras penas, y con la ayuda de varias personas logró sentarse y poner su bastón a un lado. Luego agradeció con gentileza y todos volvieron a la obligatoria posición de espera.

Desde mi lugar escuché cómo algunos elogiaban el proceder de aquellas personas. «A pesar de necesidades, bloqueo y otras basuras, aún quedan buenos corazones», se aventuró a afirmar alguien, y otras voces apoyaron con su criterio dicho señalamiento.

Pasada dos horas más llegó una compañera de las autonombradas «cuidadoras de colas», y dijo a viva voz desde la esquina opuesta:

—«¡Van a sacar cerveza Cristal, pero para que no se arme lo mismo de ayer, se venderá en otro departamento y por otra cola! ¡Así que los que quieran comprar cerveza tienen que hacer otra cola a partir de este poste pa’llá!».

No puedo narrar lo que de pronto ocurrió. Unos corrían hacia el poste, otros titubeaban indecisos, la mayoría insistía en mantener el turno en las dos colas. Sin embargo, dentro de tanto revuelo, algo llamó la atención de todos: el señor que no podría aguantar mucho tiempo de pie y necesitaba hacer la compra porque su despensa y su estómago estaban vacíos desde días atrás había alcanzado el número dos en la cola de la cerveza. Solo él, solito él, porque su bastón reposaba recostado al murito que le habían cedido como asiento para mitigar sus terribles dolores.

Cientos de miradas se enfilaron hacia el hombre como mirillas de francotiradores. Él aún sonreía por el puesto obtenido en la cola del licor. Poco a poco sintió el peso de las vistas acusadoras, entonces, con una mueca en el rostro, atinó a decir una frase, de la más descarada manera que puedan imaginar: «¡Ay, se me olvidó el bastón!».

 

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