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Recordando a una diva

Este 27 de abril se cumplen 127 años del nacimiento de una brillante artista del teatro lírico y vernáculo cubano, a quien el pueblo conoció por Blanquita Becerra

Autor:

Juan Morales Agüero

LAS TUNAS.— Desde su irrupción fundacional en el panorama de nuestra cultura, el protagonismo de la mujer cubana  ha sido crucial. No se puede hablar de riqueza espiritual sin aludir a sus aportes en las más heterogéneas manifestaciones.

La lista de nombres sería tan amplia que excedería los límites de este reportaje. Incluiría a bailarinas, pintoras, actrices, cantantes, poetisas, escritoras… Todas le han legado a la posteridad la impronta eterna de su obra.

En esa constelación de estrellas, refulgió siempre con destellos propios Blanca Rosa Anastasia Becerra Grela. Pero es un nombre demasiado largo. Para nuestro mundillo artístico, ella fue, sencillamente, Blanquita Becerra.

Blanquita nació el 27 de abril de 1887 en San Antonio de Vueltas, un poblado de la antigua provincia de Las Villas. Sus vínculos con el arte fueron precoces y de herencia familiar, pues sus padres, Francisca y Antonio, eran actores de teatro vernáculo y ella, desde pequeña, los veía ensayar y actuar. Como «de casta le viene al galgo», la niña, tempranamente, comenzó a mostrar dotes histriónicas.

La precocidad de una diva

Y así fue como a los cinco años de edad debutó en una comunidad pinareña junto al elenco del circo-teatro Estrella, propiedad de su padre, y en el cual figuraba como trapecista nada menos que Sindo Garay, un santiaguero que haría época como compositor y trovador de música tradicional cubana. Los lugareños disfrutaron con la graciosa participación de la niña en los sainetes La perla de las Antillas y Cómo son los hijos de Cuba. También sedujo con sus monólogos y cuplés.

Era una quinceañera cuando cantó la zarzuela La mulata María en la carpa-teatro Edén, en Santiago de Cuba. A los 17 ya  triunfaba en el teatro Oriente en la Compañía de Arte Lírico del español Julio Ruiz, con una bella voz de soprano que luego le fue educada y pulida por maestros de la época.

En 1905 se casó en la catedral santiaguera con un empresario del sector de la farándula, pero el matrimonio duró poco tiempo. Blanquita optó por sumarse a la compañía artística de su padre, con la cual se instaló definitivamente en La Habana. Fueron célebres sus actuaciones en el famoso teatro Martí, donde parodió zarzuelas de moda. Mujer intrépida, aceptó un contrato en el teatro Alhambra, una instalación que llevaba adosado el estigma de ser «para hombres solos».

En el Alhambra, Blanquita no solo triunfó. También pulverizó prejuicios y tabúes. Ella, pícaramente, declaró después a la revista Bohemia: «Luego de las primeras actuaciones comprendí que, contrariamente a todo lo que yo suponía, aquel era un teatro como otro cualquiera. No había nada allí que ofendiera la moral de ninguna mujer. Sencillamente se presentaban obras de doble sentido. Quizá desmintiendo lo que la gente puede decir al hablar del Alhambra, pero yo puedo asegurar que las obras que se presentaban allí, hoy resultan infantiles».

Un currículo de lujo

Blanquita Becerra actuó durante 20 años en el Alhambra. Encarnó papeles de damita ingenua, mulata mal hablada, borracha, gallega, negrita… Pero, sobre todo, trascendió como cantante lírica. En esa condición popularizó obras de Agustín Rodríguez, Federico Villoch y Jorge Anckermann. Algunas las grabó para los sellos Columbia y RCA Víctor. Con el elenco del Alhambra actuó en los teatros Payret y Nacional.

Artista polifacética, capaz de sentirse como pez en el agua en cualquier medio de comunicación, la radio no le fue ajena. Emisoras de entonces se prestigiaron con sus presentaciones, entre ellas la PWX, la primera en transmitir en el territorio nacional, cuando salió al aire el 10 de octubre de 1922. Blanquita trabajó después en Radio Lavin y en la CMQ.

Una intervención quirúrgica en la laringe le afectó la voz. Devino entonces actriz genérica, capaz de interpretar los más diversos papeles. En 1942 trabajó en la popular emisora RHC-Cadena Azul, donde su personaje María Bibijagua solía burlarse del gobierno de turno, por cuya razón recibió más de una amenaza. Pasado un año, actuó en la pieza teatral Sabanimar, obra de Paco Alfonso, en el Teatro Principal; y en la famosa zarzuela Cecilia Valdés, de Gonzalo Roig.

Se presentó también en los cabarés de los hoteles Habana Libre y Capri e integró los repartos de los filmes cubanos Manuel García, rey de los campos de Cuba  y Sed de amor. Además, llevó su arte a Estados Unidos, México y España. Durante varios años animó las tablas del teatro bufo cubano. En ese género fue la actriz más prolífera y la que más tiempo estuvo activa. Cuando los almanaques comenzaron a dejar su impronta, los televidentes se asombraban al verla actuar en la pantalla chica con inusitada lucidez y vitalidad.

Solía realizar giras por todo el territorio nacional junto a sus hijos Esther y José, con quienes protagonizaba pequeños segmentos humorísticos. Siempre contó con el aplauso de un público que la admiraba y adoraba, pues, además de sus grandes méritos artísticos, tenía gran capacidad para establecer efectivos canales de comunicación con la gente.

Blanquita en Las Tunas

En la segunda mitad de la década de los 70 del pasado siglo, el Comandante Faure Chomón Mediavilla, por entonces primer secretario del Partido en la
recién creada provincia de Las Tunas, invitó a Blanquita Becerra a visitar este territorio.

El dirigente tenía entre sus planes reanimar el panorama artístico-cultural de la comarca, y, en uno de sus contactos con la diva, le pidió que hiciera su contribución a ese objetivo quedándose a vivir un tiempo entre nosotros.

Blanquita aceptó de buen grado la solicitud y estableció su campamento en una casona de la calle Gonzalo de Quesada, nombre de un ilustre patriota con quien, por cierto, llegó a tener relaciones de amistad. Su estancia tunera se prolongó por varios años y fue como su resurrección artística.

La actriz, ya casi octogenaria, desplegó aquí una intensa actividad como promotora cultural. Las autoridades le dieron facilidades para desarrollar su proyecto. Así, construyeron en la parte trasera de su residencia un escenario donde funcionó el llamado Patio de la Trova, por donde desfilaron vocalistas y diletantes con aspiraciones en la actuación. 

Blanquita no solo organizaba y favorecía el trabajo de la peña. Además, actuaba y cantaba ella misma, acompañada a la guitarra por el tunero Héctor Suárez. Quienes tuvieron el privilegio de verla cuentan que ascendía con dificultad por los escalones del escenario. Pero tan pronto pisaba las tablas, se transformaba en la gran artista que fue. Fue feliz en Las Tunas e hizo feliz a los tuneros. La cultura de este territorio le debe infinita gratitud, por todo lo que desplegó aquí en aras de su diversificación y de su progreso.

Pasaba ya de los 90 calendarios cuando retornó a La Habana. Según sus biógrafos, era todavía capaz de bailar una rumba de cajón y hasta de patrocinar un grupo artístico en el poblado habanero de Bejucal. Finalmente, murió el 30 de octubre de 1985, a los 98 años de edad, más de 80 de ellos dedicados al arte. Pocos años antes de fallecer, le concedió una entrevista al investigador José Piñeiro. Entre otras cosas, le dijo: «Mi voz ya está vieja, pero lo hago con mucho gusto, porque cantar y la música para mí forman parte de mi vida. Solamente dejaré de hacerlo cuando muera».

En sus presentaciones en su peña, la diva se hacía acompañar a la guitarra por el músico tunero Héctor Suárez.

Blanquita residió e hizo arte en Las Tunas durante varios años y encontró allí mucho afecto y admiración.

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