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Redes

¿Tienen las redes sociales, como la manzana del cuento, un lado envenenado y un lado bueno?

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

 

Hay un mundo antes de las redes sociales y otro después: la hiperconectividad nos ha borrado el universo en el que vivíamos y nos ha lanzado a otro. Redes, luego existo. Los negocios, los artistas, los políticos, los medios tradicionales de comunicación, las instituciones gubernamentales y las privadas, los famosos y los desconocidos, todos están enganchados a la red.

Es la llamada «aldea global».

Si hablamos de redes, no podemos desconocer el imperio del algoritmo que tanto condiciona las asociaciones, las filtraciones de datos o los programas automatizados que simulan interacción humana, conocidos por bots. La generación de reacciones para favorecer determinados procesos, la compra-venta de likes y la inflación de números de descargas que ello posibilita, devino un negociazo.

A ciertas popularidades, hay que mirarles el envés.

Permítaseme centrarme en ciertos aspectos éticos y humanos del fenómeno, advierto que tengo más preguntas que respuestas; pero tal vez compartirlas en voz alta, resulte de utilidad. En ese tejido universal se trastocaron conceptos como «lo público» y «lo privado». ¿Qué debe ser preservado, qué debe resguardar un individuo para sí, qué lo expone? ¿Qué debe proyectar, qué debe compartir, qué cosas pueden ser de dominio de todos sin que lo afecte?

Son preguntas inexcusables que cada quien debería hacerse a la hora de emitir un post, pues las consecuencias de una u otra decisión están a solo un clic. El apremio suele pasar factura.

¿Tenemos derecho acaso a exponer a la mirada pública a otro individuo que francamente no lo desea, o que no puede dar su consentimiento por haber sufrido un accidente, por ejemplo? ¿Qué designio nos autoriza a dar lecciones o a inmiscuirnos en materias como la creencia religiosa, la apariencia física, la orientación sexual o la filiación política de una persona?

Se debería escribir con letras de oro aquella frase del filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre: «Nadie es como otro. Ni mejor ni peor. Es otro».

He visto shows virtuales montados sobre estos aspectos personales, y lamentablemente, han aparecido entre nosotros. A los buscadores de likes a toda costa (incentivo económico por medio o desmedida presunción), no les interesa contrastar o comprobar, no les importa la persona, sino sacar lascas del hecho, sea cual fuere. Y si han de usar como móvil el morbo o la sangre, si han de manipular o angustiar para lograrlo, si han de exagerar, simplificar, estigmatizar o escandalizar, no se detienen.

En los últimos años se ha pasado de la generación de información a la generación de opinión, pero esta última para que se realice en su esencia (y no sea puro formalismo, festinada declaración), presupone cierto conocimiento del tema tratado. La sospecha, la impresión, el criterio personal elevado a la categoría de «verdad», ha empezado a revolverlo todo.

¿Nos sentimos presionados sicológicamente para dar un like o para agregar una frase? ¿Estamos adiestrados para participar, para discrepar, para sostener una polémica desde la altura de los argumentos, sin ofender a quien sostiene otros diferentes a los nuestros… o nos hemos lanzado al ruedo así nomás? ¿Y la ortografía, es la gran olvidada?

¿Estamos listos para ser nosotros mismos el filtro de lo que recibimos y de lo que emitimos? ¿Se ha democratizado la comunicación o… se ha idiotizado?

Es conocida la opinión del semiólogo y novelista italiano Umberto Eco (1932-2016), quien declaró que «las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad (…) ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel».

¿Cuán cerca o cuán lejos estamos de semejante declaración? ¿Tienen las redes, como la manzana del cuento, un lado envenenado y un lado bueno?

Independientemente de las prácticas que cada uno asuma, las redes constituyen también una alianza para transmitir conocimientos, para unirnos con personas queridas o para descubrir otras, para asomarnos a un universo inimaginable, para impulsar emprendimientos, para apoyarnos en disímiles circunstancias.

De nuestra preparación cultural en su más amplio sentido, de nuestra elección a la hora de conformarlas y de nuestro discernimiento (es la palabra precisa), del respeto y de la discreción, incluso cuando hacemos algo público, depende en buena medida el grado de relación o de afectación que podemos tener con las redes.

El mundo de hoy, interconectado y convulso, es nuestro mundo: no podemos obviarlo. Las redes sociales no son el lobo feroz ni la indefensa abuela; pero adentrarnos en ese bosque, eso sí, exige más que el hacha de leñador o la cesta de caperucita.

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