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Noche en La Habana

Las academias de baile, llamadas también escuelitas, venían desde la Colonia. Existían supuestamente para enseñar o adiestrar a quienes querían aprender a bailar o entrenarse en los pasos de algún nuevo ritmo. Pero el entrenamiento no estaba en manos de un maestro, sino de muchachas que aguardaban en el salón la llegada de algún cliente que les pidiera una pieza. Un baile tarifado que el hombre retribuía con la papeleta que había comprado previamente, y que mientras bailaba sostenía en la mano izquierda a fin de que un empleado se la ponchara y que luego entregaba a su compañera de baile. Podía bailar una o varias piezas con la misma muchacha o cambiar de pareja cuando lo deseara y, si las cosas iban bien con alguna de ellas, invitarla a compartir un trago en la propia cantina de la academia. Para que las ganancias de la casa fueran mayores, y también para evitar que la bailarina se aturdiera o se emborrachara, el trago que se le servía estaba aguado o no contenía alcohol; era un simple simulacro con té, manzanilla o algún refresco de cola. En muchos casos, la academia no era más que una forma encubierta de prostitución. O el lugar propicio para divertirse o pasar un buen rato. Al final de la noche, la muchacha cobraba lo suyo según lo que hubiese bailado, lo que avalaba con las papeletas que tuviera en su poder; un tanto para ella y el otro para la escuelita.

Por cierto, en esas academias no debían entrar militares vestidos de uniforme. Para evitar que sucediese, antes de la creación de la Policía Militar todos los fines de semana el Estado Mayor del Ejército encargaba a un oficial, un sargento y dos o tres alistados, provistos de un brazalete que los identificaba, que recorriesen las escuelitas para proceder a la detención de posibles infractores. Los militares, claro está, no solo bailaban, sino que sabían hacerlo. Las clases de baile, impartidas por el profesor Rubén Savón, eran obligatorias en los cursos de la Escuela de Cadetes de Managua; bailaban hombres con hombres, práctica que se eliminó después del triunfo de la Revolución cuando los propios alumnos pidieron al comandante Ernesto Guevara, de visita en la institución, que los apoyara en su reclamo de abolirlas.

20 academias y 7 000 bares

Don Felipe Poey y Aloy, el insigne naturalista habanero nacido en 1799 y muerto en 1891, que investigó sobre peces y minerales y legó a la posteridad una monumental Ictiología cubana, incursionó asimismo en la crónica de costumbres y en una de ellas contó su visita a la sala de bailes de Escauriza. Da Poey vueltas por el salón a fin de reconocer lo que llama «el ganado», mientras la orquesta deja escuchar una danza titulada Panetela para la vieja. Cesa la música y, tras un breve respiro, se escuchan los acordes de la danza Baja la pata que, dice el cronista, dejó a todos los danzantes con la pata levantada. Ha reparado en una joven. Le cuentan que ha bailado con la flor y nata de los bailadores de La Habana. Quiere saber más sobre ella. «Doncella de medio uso», le advierten, y alguien que escucha la conversación protesta porque la señorita sobre la que murmuran es pobre y modesta, pero pertenece a algunas academias. ¿Academias de ciencias?, inquiere Poey. «No, academias de bailes, escuelitas... allí gana la muchacha alguna cosa, sirviendo de compañera a los asistentes, lo cual no le impide conservar su virtud».

Es la época, apunta María Teresa Linares en su Introducción a la música popular cubana, de las academias de baile y de las «casas de cuna», en las que se movía una fauna de mulatas de rumba y petimetres. Lo curioso es que varios años después, en 1928, había en La Habana no menos de 20 de esas academias; una etapa en la que, al conjuro de la ley seca imperante en Estados Unidos y que empujó hacia la Isla una buena parte de la corriente turística de ese país, se abrieron en Cuba unos 7 000 bares y salas de fiesta.

Antonio Arcaño, el Monarca, en alusión a las academias de baile, decía en 1986, a la periodista Erena Hernández, que en los primeros tiempos de la dictadura de Machado hubo discrepancias entre Baldomero Acosta, alcalde de Marianao, y el ministro de Gobernación Rogerio Zayas Bazán y que este, en represalia, clausuró los cabarets de la Playa, las llamadas fritas de la Quinta Avenida.

«Los músicos tuvimos que trasladarnos para las academias de baile de Centro Habana: Sport Antillano (donde estaba la orquesta de Arsenio Rodríguez) Galatea, Marte y Belona, y a una sociedad de personas de color. En las academias no dejaban entrar hombres negros y, sin embargo, tenían empleadas mulatas “adelantadas” ¡y bonitas!

«En Marianao trabajábamos de diez de la noche a cinco de la mañana, ganábamos tres pesos y nos daban la cena. Las academias funcionaban de nueve de la noche a dos de la mañana, y tenían doble turno: alternaba un sexteto con una orquesta, y tocaban 60 o 70 danzones diarios. Los clientes compraban una tira de tickets y se los ponchaban. La pieza valía cinco centavos; le daban tres a la mujer y dos para la casa. Los músicos recibíamos un peso con 60 centavos, diarios, por lo que se recaudaba en la puerta y la cantina».

La cantidad que se pagaba por la pieza variaba de una época a otra, y se dice que las orquestas abreviaban las interpretaciones de los números musicales a fin de que el cliente se viera obligado a entregar más papeletas por el mismo tiempo de baile y la jornada resultara menos cansona para sus integrantes. Pero si en las academias se pagaba a tanto la pieza, en los salones de baile se hacía al entrar un pago único. Recordaba al respecto el maestro Enrique Jorrín:

«Ya en 1948 tocábamos (con la orquesta América) en los salones de Prado y Neptuno, que estaban en el segundo piso de esa céntrica esquina, en los altos del restaurante Miami... Allí un tal Vicente Amores daba bailes los viernes, sábados y domingos, de nueve de la noche a tres de la mañana; los domingos se hacía la matinée entre las dos de la tarde y ocho de la noche. A Prado y Neptuno iban muchos jóvenes, sobre todo estudiantes del Instituto (de Segunda Enseñanza de La Habana). Es falso eso que se ha dicho de que la mayor concurrencia era de maleantes. Asistían muchos jóvenes de las sociedades (de recreo) también, lo mismo blancos que negros, siempre y cuando los hombres pagaran su peso de entrada y las mujeres sus 30 centavos».

Las sociedades de recreo, dice Leonardo Acosta en su imprescindible Descarga cubana: el jazz en Cuba 1900-1950, representaban a todas las clases y estratos sociales y raciales y seguían en parte el patrón de castas creado por la Colonia y reforzado en la República con su política de inmigración masiva de españoles para «blanquear» el país. Además, surgía una clase media de negros y mulatos y se dividieron según sus ingresos, aunque también por el matiz de la piel, y hubo intentos de dividirlos según su región de origen, reviviendo los viejos cabildos de nación (congos, carabalíes, lucumíes...) de la época colonial.

Entre esas sociedades «de color», no era lo mismo el aristocrático Club Atenas que los populares Sport Club y la Sociedad El Pilar. Escribe Leonardo Acosta: «En el Club Atenas se llegaba al absurdo de que las orquestas eran obligadas por una Comisión de Orden a tocar fox trots, valses, danzones o boleros, pero se les prohibía tocar rumbas, sones o mambos. Mientras tanto, los blancos de la “buena sociedad” se desarticulaban bailando la música de los negros, aunque contrataban por lo general orquestas blancas. Además, se impuso la costumbre de terminar las fiestas con una conga callejera, en la que todos arrollaban en fila india, moda que pasó a Estados Unidos».

Ese mismo absurdo era comentado por Félix Chapottín en su entrevista de 1986 con la ya citada Erena Hernández. Luego de recordar que el Septeto Habanero llevó el son a sociedades como el Miramar Yacht Club y el Vedado Tennis, precisaba: «... las sociedades negras como la Unión Fraternal y el Club Atenas nos discriminaban... la misma gente de nosotros. Entendían que no era decente tocar el son, pensaban que el blanco los despreciaría, les llamaría negros rumberos... ¡sabe Dios! Fíjese si la discriminación era grande que las criadas de mano no podían pertenecer al Club Atenas».

Hacheros

Los hacheros, que era como se les llamaba a los buenos y más persistentes bailadores, tenían mecas como la valla Habana, en Vía Blanca y 10 de Octubre; el cabaret La Campana, en Infanta y San Martín, La Vallita, de Cerro y Palatino, y también en los salones de las cervecería Tropical y Polar, en Puentes Grandes, verdaderas catedrales de la música popular bailable. Se bailaba en los centros regionales y en los clubes de recreo de las playas. Si hoy localizáramos en un mapa los establecimientos en los que se podía bailar en La Habana de los 50, nos sorprenderíamos al advertir que no existiría barrio o localidad habanera que quedara excluido. Sitios fuera de cualquier itinerario imaginable como Mantilla, La Lira, Guanabacoa, Cojímar, San Francisco de Paula, Cotorro, San Miguel del Padrón, Campo Florido, Luyanó... donde el Sierra Nigth Club ofrecía dos espectáculos diarios con dos orquestas.

Cerca del Caballo Blanco, se halla el Ali Bar, escenario preferido de Benny Moré, y en Boyeros, entre otros muchos, el Reloj Club, con discreto motel al lado, el Bambú Club, donde se presentó Tongolele, y el Mambo Club, último refugio de la célebre Marina Cuenya (al fin logré averiguar el apellido de esta señora) propietaria de los más exclusivos prostíbulos habaneros durante varias décadas. Había además una victrola en cada esquina. Y por no dejar de haber, y para confirmar lo «avanzada» que estaba La Habana de los 50, dice Leonardo Acosta, había hasta un cabaret de travestis, entonces transformistas, El Colonial, en Oficios entre Teniente Rey y Amargura, donde la orquesta acompañaba a la Estrella del Bolero, la Bailarina Española y a la Bailarina Exótica. En bares y nigth clubs de las zonas de tolerancia (Kumaon, Victoria, Brindis, Bolero, en el barrio de Pajarito) había también música en vivo. Esos centros nocturnos no disponían de casinos de juego, pero en muchos de ellos existían máquinas traganíquel.

El cabaret Las Vegas, en la calle Infanta, marcaba una especie de frontera entre Centro Habana y el Vedado. Su propietario era un curioso personaje que, con el propósito de hacerlo desaparecer, se robó del Museo Bacardí, de Santiago, el abrigo que Batista había usado cuando el coronel Pedraza quiso darle un golpe de Estado, en 1941.

El centro de la vida nocturna habanera se fue desplazando. Si en la década de los 20 fue la Acera del Louvre, en los 50 será la Rampa. El Casino Nacional, en el Country Club, cerró sus puertas, y el Montmartre lo haría en octubre de 1956 luego del atentado al teniente coronel Antonio Blanco Rico, jefe del Servicio de Inteligencia Militar. Los grandes cabarets eran entonces Tropicana y el cada vez más consolidado Sans Souci, en la carretera de Arroyo Arenas. También los de los grandes hoteles que se inauguraron a partir de 1955. Pero pequeños clubes nocturnos, la mayoría con música en vivo, surgían como «hongos» en el Vedado y empezaron a florecer en Miramar, hasta entonces una barriada netamente residencial.

Dice Cristóbal Díaz Ayala en su libro Del Areíto a la Nueva Trova que los grandes cabarets dirigían sus shows por igual a los turistas y a los cubanos; pero había una segunda línea dirigidos a la clientela cubana casi exclusivamente, en lugares más modestos, pero por lo general con dos orquestas y un espectáculo que podía tener, a veces, un coro de bailarinas, e indefectiblemente una pareja de baile cubanos o internacionales o españoles, un trío y una o más figuras de cartel.

Parejas de baile famosas hubo muchas. Desde fines de los años 20 a comienzos de los 30 se estableció la costumbre de que las orquestas cubanas salieran al exterior con una pareja de baile. Se dice que la primera fue la de Ofelia y Pimienta, que debutaron en Nueva York, en 1931, con la orquesta Habana Casino, de Don Justo Aspiazu, en la que figuraba Antonio Machín. Pero antes, esa misma agrupación había llevado una exhibición de bailarines de rumba a Estados Unidos.

Tal vez me equivoque, pero pienso que la pareja más famosa fue la de Ana Gloria y Rolando. Rolando salió de Cuba en 1959 y nunca más bailó y Ana Gloria, por esa misma fecha, abandonó también el baile, y todavía se les recuerda.

Una foto publicada en una revista muestra a la bailarina descalza y en provocativa ropa de dormir. Es Día de Reyes y contempla una colección de muñecas. Dice el pie de foto: «A esta Ana Gloria tan bella / mil muñecas Baltasar / le trajo sin dejar huellas... / Cuántos quisieran jugar a las muñecas con ella».

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