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Los 130 años de Caignet

Nadie hablaba de «radionovela» ni de «novela radial» hasta que los cubanos inventamos dichos términos, y lo mismo sucedió con el de «telenovela». Inventamos los términos porque antes habíamos inventado el producto. De ahí que una famosísima radionovelista de ayer, Iris Dávila, asegurara hace años que los cubanos éramos los culpables de un hecho literario unido por el cordón umbilical a la tecnología del siglo XX y causante de no pocas polémicas en los círculos intelectuales de América Latina. Aludía por supuesto a la narrativa transformada primero por la radio y luego por la televisión.

«Asumimos la responsabilidad y confesamos el pecado… Cuba tuvo la osadía de introducir en un incipiente sistema electrónico el viejo oficio de fabular», decía la autora de Divorciadas y Por los caminos de la vida.

Agregaba: «El atrevimiento originó en lengua hispana un género insólito, por cuanto su forma ejecutiva esencial era el diálogo y no la narración, y por cuanto demandaba el juego histriónico de voces moduladas, sin que por ello dejara de ser novela, o sea, acción más o menos lenta y más o menos presente».

En Estados Unidos, mientras tanto, había surgido un producto radiofónico eficaz, la soap opera. Existía allí un vivo interés por lanzarlo en América Latina, pero esperaban hacerlo en el momento propicio. Se necesitaba antes, como plataforma, inundar de aparatos receptores perfeccionados las vastas regiones del continente y asegurar así la utilidad del negocio.

Pero en Cuba, sin embargo, se iba ganando terreno, acaso por intuición, en cuanto a contenidos radiofónicos afines a una gran masa de oyentes. Y ya en 1934 asoma aquí la radionovela. Nace en una emisora de la ciudad de Santiago de Cuba y tiene como protagonista a Chan Li Po, un detective chino que haría célebre su frase de «paciencia, mucha paciencia». Su creador es Félix Benjamín Caignet Salomón, que se valdría del nombre artístico de Félix B. Caignet.

Fenómeno popular

Caignet fue el primer escritor cubano del que tuvo noticia Gabriel García Márquez en tiempos en que su conocimiento sobre la Isla se limitaba a los sones y boleros del cubanísimo Trío Matamoros, las melodías de «Kiko» Mendive y las guarachas de «Cascarita» y Daniel Santos (El Jefe) que aunque nació en Puerto Rico era tan cubano como los nacidos en esta tierra, y sentía una admiración sin límite por Dámaso Pérez Prado, a quien llamaba «El Inmortal». Entre «tropiezos y chapucerías sin cuento», lo confesó él mismo, García Márquez, inspirado en el ejemplo de El derecho de nacer, de Caignet, adaptó para la radio una novela y lo hizo confiando en contar con «la malicia suficiente para triplicar el vasto auditorio entrampado ya por el culebrón del cubano», que acababa de radiarse en Barranquilla. El derecho de nacer había revivido las viejas ilusiones del Gabo con una literatura de lágrimas e inspirado en el éxito de Caignet llegó a la conclusión de estar en presencia de un fenómeno popular que los escritores no podían ignorar.

Por eso cuando en enero de 1959 vino por primera vez a La Habana a fin de participar, invitado por el Gobierno cubano, en la llamada Operación Verdad, con el objetivo de que se difundiera en el mundo una imagen veraz de la realidad cubana, el futuro autor de Cien años de soledad se empeñó en encontrarse con Caignet para testimoniarle su admiración y respeto. No llegaron a verse. Tal vez Caignet estaba fuera de Cuba o quizá no le interesara recibir a un oscuro periodista colombiano.

¿Quién fue ese hombre que gustaba repetir que nunca pretendió escribir el Quijote… ni La divina comedia y sí prosa comercial para vender jabones, cremas dentales y cigarrillos… y a quien se le reprochan los ríos de lágrimas y la cursilería de sus radionovelas, y que aun así escribió con sinceridad y sembró una semilla de bien, de moral, de bondad? Caignet, dijo García Márquez, abrió caminos en Latinoamérica e hizo más que todos los programas de Gobiernos antipopulares por llevar a las grandes masas analfabetas un sentido de la justicia social.

Aportes

No solo crea la radionovela. Caignet, tal vez en forma un tanto intuitiva, hizo aportes que revolucionaron el medio radial. Introdujo el narrador en sus radionovelas, algo desconocido hasta entonces. Introdujo también el suspenso y el falso suspenso, y, de forma personal, acometió algo parecido al survey o encuesta que perfeccionarían más las grandes empresas de radio y TV.

Cada noche, después de que se radiaba el capítulo de la
novela suya que se estaba transmitiendo, el novelista salía a la calle y, de incógnito, escuchaba la opinión de la gente sobre personajes y situaciones y esa valoración le permitía afinar la puntería en el capítulo siguiente (escribía uno por día) en cuanto a qué personaje sacar del juego o realzarlo.

La idea de la incorporación del suspenso le venía de su infancia santiaguera. No existía entonces la radio y los niños se agrupaban en torno a los cuenteros para escuchar sus historias. El cuentero cobraba un centavo a cada niño que lo escuchaba. Sin embargo en el momento culminante del relato, el cuentero lo interrumpía e invitaba a su auditorio a que conociese la continuación de la historia al día siguiente con lo que el niño pagaba otro centavo. Ese método lo empleó Caignet en lo primero que hizo para la radio, un programa para niños, Las aventuras de Chilín, Bebita y el enanito Coliflor, y lo repitió en Las aventuras de Chan Li Po, que no solo se transmitieron en Cuba; las retransmitieron varias emisoras del Caribe y el continente, se recogieron en libros, se llevaron a colecciones de cromos o postalitas y sus capítulos, ya conocidos, se imprimieron en cuadernos.

Paciencia, mucha paciencia, repetía el detective ante cada enigma y la frase pervive en la memoria colectiva. Tanta paciencia como su personaje tenía Caignet. Trabajaba como un endemoniado, pegado a su tipiadora, sabiéndose condenado a escribir. Compone canciones y poemas, declama, canta por radio y graba algunos de sus cantos negros para la disquera RCA Víctor. Pinta, recoge piedras, las envuelve en colores aullantes y las convierte en flores y mariposas… Si el favor del público acompaña cuanto hace, el éxito económico casi siempre le es esquivo.

La situación cambia sin embargo de la noche a la mañana con El derecho de nacer, que transmite CMQ de La Habana entre el 1ro. de abril de 1948 y abril del año siguiente. Rompió todos los récords de audiencia conocidos. En las salas cinematográficas, a las ocho de la noche, había que suspender la proyección de la película y conectar un aparato de radio para que los asistentes siguieran los avatares del capítulo correspondiente.

En 1951, El derecho de nacer
había reportado a su autor unos 150 000 pesos equivalentes a dólares, y, en 1953, más de 300 000. Fue propietario de una productora de cine en México y de dos mansiones regias en el barrio habanero del Vedado. De su fastuosa residencia en la playa Santa María del Mar, decía, con su peculiar sentido de la vida, que no se la había hecho un arquitecto, sino que «me la hizo un sastre a mi medida».

La audiencia de que gozó El derecho de nacer fuera de Cuba fue tan extraordinaria como la de la Isla. Cuando Caignet llegó a Brasil, miles de personas, en un gesto espontáneo, lo esperaban en el aeropuerto de Río de Janeiro. Y lo mismo sucedió en Perú, en Argentina, en todos los países latinoamericanos que visitó. Tuvo, dispersos en toda América, 356 ahijados y todos se llamaban Isabel Cristina y Alberto, como los personajes protagónicos de su novela.

Tuvo muchos enemigos. «Era el autor más escuchado y el que más cobraba, y eso no me lo perdonaban. Eran enemigos por envidia… siempre he dicho que la envidia es admirar con rabia», dijo una vez y no se cansó de aludir a la «envidieta nacional».

Aunque se le reconoce su papel de fundador, Caignet, negado ayer y hoy por una élite de suficiencia, es un gran desconocido. Sigue siendo, así sea de oídas, el escritor cubano más popular en el exterior. Murió en el olvido y después de muerto se le ningunea cada vez que se puede. Publicó dos poemarios, pero su nombre no aparece en el Diccionario de la literatura cubana, donde se incluye a gente que no tiene porqué aparecer. Compuso más de 300 canciones, algunas conocidísimas y muy gustadas como Frutas del Caney, Te odio, Carabalí, El ratoncito Miguel… pero se le pasa por alto en recuentos de la música cubana.

Decía Iris Dávila: «Aquí, en la tierra donde Félix B Caignet nació y donde murió en 1976, a los 84 años de edad, las nuevas generaciones no tienen la menor idea de esta existencia inseparable del proceso cultural cubano».

Ahora, en ocasión del aniversario 130 de su nacimiento, existe el propósito de levantarlo. Ojalá se logre y los cubanos sintamos la alegría de que alguien como él naciera en esta Isla.

 

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