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Blasco Ibáñez en Cuba

El famoso escritor español Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) soñaba con La Habana sin conocerla. Cuba era aún tierra española y el niño aquel cada vez que escuchaba hablar sobre la capital cubana se agitaba en un sentimiento contradictorio de admiración y temor.

Como en los cuentos infantiles, La Habana era en su imaginación una ciudad encantada en el país del azúcar. Sus casas eran de caramelo y su tierra, cristalina y dulce, un regalo al paladar. Era además un país del que algunos regresaban cargados de oro. Un paraíso en suma, pero con una   puerta estrechísima y plagada de males, entre ellos uno verdaderamente monstruoso, el mosquito que provocaba fiebres malignas. «Muchas veces escuché la noticia de haber muerto en la isla lejana, hermosa y mortífera, personas a las que conocí fuertes y animosas en el momento de partir», escribe Blasco Ibáñez en su obra  La vuelta al mundo de un novelista (1924)

En dos ocasiones estuvo en La Habana el autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, La Barraca y Entre naranjos, títulos publicados en Cuba. Y en las dos ocasiones por  muy breve tiempo. La primera, afirma el investigador Jorge Domingo, cuando en viaje de tránsito de México a Nueva York permaneció en la ciudad el 7 de mayo de 1920, para volver procedente de Estados Unidos, al parecer en una estancia algo más dilatada,  el 19 de noviembre de 1923. Es aquí, en esta segunda vuelta, en que comienza su viaje alrededor del mundo.

A juicio del escribidor, Blasco, en sus memorias, parece condensar las dos visitas en una.

La alegre Habana

Alude a la ciudad como «Habana la Alegre», y precisa que se trata de una urbe que sonríe al que llega, sin que pueda afirmarse con certeza dónde está su sonrisa.

Apunta: «La alegría de La Habana, más que en sus paseos, en sus edificaciones y en el movimiento animado de sus calles, hay que buscarla en el carácter de las gentes; en la franqueza de los cubanos, que algunas veces parece excesiva a los extranjeros, en la belleza de sus mujeres, intensamente pálidas y con enormes ojos».

La capital cubana luce ante su vista cierto aspecto andaluz de antigua urbe colonial, una localidad construida con apego al patrón enviado desde Madrid por el Consejo de Indias, y en la que la influencia norteamericana no ha podido modificar «la fisonomía aseñorada y tranquila de este país con tradiciones de raza y su pasado histórico».

Recorre las calles. Lo atrae el llamado Ensanche de La Habana, esto es el espacio comprendido entre la Calzada de Ayestarán y la Calzada de Rancho Boyeros, a partir del Paseo de Carlos III; la zona que corre detrás de la Terminal de ómnibus, la Biblioteca Nacional y otros edificios de la Plaza de la Revolución que no existían, por supuesto, en la época de la visita del escritor. Le resultan magníficos algunos de los parques recién trazados y que, dice, «parecen recordarlos sucesivos chaparrones de abrumadora riqueza que han caído sobre este país en los últimos 30 años». Ve en plazas y paseos monumentos erigidos en honor de héroes y mártires que le parecen dignos de respeto, en tanto otros, muy desiguales artísticamente, son, a su entender, como «obras de confitería tierna».

Como buen europeo, compara: «Fuera de La Habana, en los  nuevos barrios, son cada vez más numerosos los palacetes particulares. La antigua arquitectura española, con el aditamento de las comodidades de la vida norteamericana, es generalmente la de tales edificios. La jardinería del trópico da una nota de originalidad a estas construcciones, que recuerdan a la vez los patios de Sevilla y los palacios de madera de Long Island».

Recalca que más que la hermosura de la ciudad atraen su atención «dos manifestaciones características de su vida pública que no tienen nada semejante en ningún otro país». Los periódicos de La Habana y las sociedades regionales españolas.

Confiesa que necesitó de un día entero para visitar las redacciones de los diarios más importantes, y no pudo conocerlas todas. Destaca las edificaciones en que se ubican y sus talleres vastísimos, con «máquinas de múltiple funcionamiento, como los primeros diarios de Nueva York… además se publican numerosos magazines y revistas especiales».

De las sociedades españolas visita el edificio social de la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, en Prado esquina a Trocadero, con 40 000 socios entonces, y el local del Centro Gallego, en Prado entre San Rafael y San José, «un palacio que guarda en su interior uno de los teatros más grandes de la ciudad». Acude asimismo al Casino Español, en Prado y Ánimas, «resumen de las aspiraciones de las diversas sociedades hispánicas con título provincial, posee un salón de mármoles diversos traídos de España y de estucos policromos, que parece el salón del trono de un palacio real». Apunta que estas sociedades que unen lo útil y lo ostentoso mantienen en los alrededores de La Habana hospitales y sanatorios instalados con tanta largueza y tales innovaciones que de muchas partes vienen a estudiarlos como modelo.

Observa que tanto cubanos como españoles sienten igual interés por la prosperidad de la Isla, que los hijos de los españoles son cubanos y que unos y otros se confunden dentro de esas sociedades.

Lo acompaña en sus recorridos una legión de simpáticos periodistas de incansable y sonriente preguntar.

Mella

La organización estudiantil Alpha invita al visitante a ofrecer en la Universidad de La Habana —la única que había entonces— una conferencia sobre la influencia social de la novela moderna. Julio Antonio Mella logra impedir, mediante una enérgica protesta, la realización de dicho acto. En opinión de Mella, el narrador de Sangre y arena «había vendido su pluma al oro americano». Blasco había publicado en Estados Unidos un artículo sobre el militarismo mexicano, en el que criticaba al Gobierno de Álvaro Obregón y caracteriza al ejército recién creado de ese país como una gavilla caótica de bandidos. En opinión del líder estudiantil cubano, Blasco traicionaba los ideales que defendió alguna vez y su crítica proporcionaba una justificación mor al para una intervención militar norteamericana en la patria de Juárez. Por tanto, decía, el escritor se revelaba como un elemento pernicioso para los ideales latinoamericanos. De ahí que en nombre de la juventud del continente, Mella declarara persona no grata a Vicente Blasco Ibáñez.

Como consecuencia de todo esto, el grupo Alpha se distanció públicamente de Mella y sus seguidores, y Blasco de todos modos dio su conferencia, pero fuera del recinto universitario, en el Casino Español.

Huésped de la ciudad

Señala lo mismo que advirtió el poeta Rubén Darío en 1910: La Habana es una ciudad carísima; son caros sobre todo sus hoteles. En las vidrieras de los comercios se exhiben las telas más caras y ricas, y en la ópera una butaca ha llegado a costar cien pesos oro por noche. Son los años de la ley seca en Estados Unidos y celebra que haya aquí un bar en cada esquina en los que «la embriaguez puede ser franca, libre y continua». Presencia la belleza del crepúsculo tropical desde la residencia de Pepín Rivero, director del Diario de la Marina, al final de la  calle O´Farrill, en la Víbora. Sus terrazas regalan una vista espectacular de la ciudad, lo que hizo que Pepín dijera en alguna parte que escribía con La Habana a sus pies.

El Ayuntamiento habanero declara huésped ilustre al escritor, que es ya una celebridad mundial,  y le asigna al renombrado periodista Rafael Conte, viejo amigo de Blasco, «para que me dirija y me guarde durante el tiempo que permanezca en La Habana». Cubre el municipio sus gastos de alojamiento en el hotel Sevilla y pone un automóvil a su disposición. Visita en sus días habaneros el Centro Valenciano y recibe el homenaje del Casino Español, con la presencia de varios importantes intelectuales cubanos, que no dejaron de criticar, apunta Jorge Domingo, sus poses arrogantes y vanidosas.

«Me veo recibido cariñosamente en esta amada ciudad de habla española», escribe Blasco Ibáñez en La vuelta al mundo de un novelista. Pero no apunta una sola palabra del incidente con Julio Antonio Mella.

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