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Así murió Julián del Casal

Dice José Lezama Lima en su Oda a Julián del Casal: «… pues habiendo vivido como un delfín muerto de sueños, / alcanzaste a morir muerto de risa…». ¿Murió en verdad de risa el poeta de Nieve y Hojas al viento?

En estos días el escribidor repasó testimonios de gente que fue testigo del fatal desenlace y de otros que por una razón o por otra lo siguieron de cerca el sábado 21 de octubre de 1893. Para conocer los detalles del suceso, resultan imprescindibles las cartas que Magdalena Peñarredonda dirige, el 25 y el 29 de octubre, a María del Carmen del Casal (Carmela); hermana del poeta, a la sazón en Yaguajay, donde residía.

Cuenta Magdalena que Casal, al que ella llamaba Julito, era visita frecuente en la residencia de Francisco Santos de Lamadrid, en Prado 111, donde ella también radicaba.

«Hacía tres días que venía acá desde las dos o las tres de la tarde y nos pasábamos el tiempo riendo de media Habana. El día de la desgracia comió perfectamente…», dice en su carta del 29. En la misiva anterior puntualizaba: «El sábado se quedó a comer y estuvo muy alegre y conversador, después de la comida fue a decir una cosa y se echó a reír, con la risa saltaron sobre su mano y sobre la mesa dos manchitas de sangre, retiró su silla hacia atrás y enseguida, como un caño que se revienta, soltó por su boca un chorro de sangre que lo asfixiaba…».

Magdalena, desesperada, salió a la calle en busca de un médico. Dos puertas más allá vivía el doctor Santos Fernández. Como se hallaba en su casa, este salió disparado el popular oculista, pero cuando llegó al comedor de los Lamadrid, Casal ya estaba muerto. «Él no tuvo tiempo para pensar en nada porque la sangre después de la primera buchada salía en tal cantidad que parecía un caño reventado», dice Magdalena Peñarredonda, que en días de la Guerra Grande fue, en Pinar del Río, representante de la Junta Revolucionaria de Nueva York, y lo sería del Partido Revolucionario Cubano en la del 95, y que alcanzó los grados de Comandante del Ejército Libertador. Era su amiga muy querida y cercana confidente.

En carta a Manuel Peláez, el esposo de Carmela, escribe Francisco Santos de Lamadrid:

«…Si antes la conversación había sido animada no dejó de serlo durante la comida. Concluida esta y al colocar el tapete de la mesa hubo de empezar seguramente algún cuento agradable, pues por las palabras que pudo decir y sus gestos así me lo hacen creer. (...) Se echó a reír y con la risa le vino un acceso de tos del cual brotaron dos especies de taponcitos de sangre coagulada que cayeron uno en su mano izquierda, que apoyaba en la mesa, y otro en el tapete; al verlos se sorprendió diciendo ¡ah!, sacó el pañuelo rápido… y aún no había limpiado las dos manchas cuando se desató una verdadera catarata de sangre, muriendo en menos de dos segundos en mis brazos… Su agonía fue tan rápida que solo dio tiempo a que se le pusiera una inyección de éter, antes de terminarla ya había muerto». Conservaba abiertos los ojos, sus nostálgicos ojos verdes, luminosos y tristes. «… La chispa errante de su errante verde», que dijo Lezama.

Domingo Malpica, amigo y devoto de Casal, dice al cuñado del poeta que fue una doble expulsión; precisa: «un caño por la boca y otro por el curso». Según su médico la muerte provino de la rotura de una arteria que quedó corroída de resultas de un tumor. Murió por la rotura de un aneurisma. No había cumplido aún los 30 años de edad.

El último día

Confesaba Aniceto Valdivia, que hizo célebre el seudónimo de Conde Kostia su imposibilidad para referir lo que sucedió en aquel comedor con el suelo cubierto de un tapiz de sangre, el espanto y la confusión en todos los rostros; el señor Lamadrid con Casal en brazos, recibiendo sobre su ropa la catarata roja, torrencial, siniestra, vistiéndolo de una púrpura babosa…

La enfermedad que lo mató en un abrir y cerrar de ojos había comenzado un año antes. En la Noche Buena de 1892 cenaba en familia en la casa de Domingo Malpica, rico hacendado matancero, su amigo y protector. De pronto escalofríos, fiebre. Quiso el poeta volver a su casa —tenía una habitación en la Redacción del periódico El País, en la calle Teniente Rey—y fueron vanos los ruegos de su anfitrión para que pernoctara en la suya. Al día siguiente volvió como nuevo, pero empezó a sentirse mal y en septiembre, el doctor Francisco de Zayas, su médico de cabecera, le diagnosticó un tumor pulmonar. Las crisis, cada vez más débiles y espaciadas, hicieron concebir una esperanza de pronta curación y el poeta, entusiasmado, compiló sus más recientes poemas para Bustos y rimas, el libro que publicaría La Habana Elegante y que no llegó a ver impreso.

Escribía la Peñarredonda a la hermana del poeta: «Julito estaba ya muy bien y había engordado mucho, no tenía tos y estaba sumamente alegre; hacía mucho tiempo que ni su espíritu ni su cuerpo los veía yo en tan buena disposición». Tuvo una recaída y se negó de manera rotunda a que se lo comunicaran a su hermana. Pareció mejorar y comentó que, aunque le costara la vida, no iría a Yaguajay hasta que no se publicara su libro.

Llegó así su último día. Releyó algunas páginas del diario íntimo del filósofo y moralista suizo Henri-Frederick Amiel que quedó abierto sobre la veladora. Pasó por la Redacción de La Habana Elegante y revisó las pruebas de su poemario y escribió, para que se publicara sin su firma, un suelto sobre Mi libro de Cuba, de Lola Rodríguez de Tió. De ahí caminó hasta la casa de Lamadrid. Dicen que al salir de su casa comentó que ese sería un mal día para él. El cielo, encapotado, presagiaba lluvia.

Ya muerto, encontraron en sus bolsillos tres centenes y dos pesos plata, dos cajas de fósforos y cuatro cajetillas de cigarros. En la humilde habitación de la casa de huéspedes donde residía, en la calle Aguiar, su papelería quedó meticulosamente ordenada. Una tía reclamó el desvencijado escritorio del poeta y su sillón de cuero y los Lamadrid se hicieron cargo de sus muebles, cuadros, libros y otras pertenencias hasta que Carmela decidiera qué hacer con ellos. Manuel de la Cruz, el autor de Cromitos cubanos, pidió tomar un libro como recuerdo, y el mismo pedido hizo Hernández Miyares, el poeta de La más fermosa.

El sepelio

«Aquí estamos todos locos; pero en medio de tanta pena nos ha quedado el consuelo de que murió entre nosotros y que hasta la última hora estuvo aquí; que todo se hizo con una suntuosidad como si hubiera sido un millonario. Nunca me hubiese consolado que hubiese muerto entre gente extraña y en un cuarto de una casa de huéspedes», escribía Magdalena Peñarredonda a la hermana del poeta.

A la hora de la muerte, entre las siete y las ocho de la noche del sábado 21, ya había pasado la hora del cierre de los periódicos del domingo. Aniceto Valdivia logró insertar un suelto en El País, mientras que La Discusión hacía circular al día siguiente un suplemento con la noticia. Era un domingo pésimo, con las calles llenas de fango a causa de una lluvia incesante. Valdivia sugirió la realización de una colecta para cubrir los gastos del sepelio, que fueron asumidos al fin por el catalán Antonio San Miguel, director-propietario del diario La Lucha.

Fue un entierro por todo lo alto. La funeraria Guillot, llamada por San Miguel, organizó el velorio en la propia casa de los Lamadrid. El sudario que envolvía el cadáver dejaba al descubierto solo la cabeza ceñida por un pañuelo que le cerraba la boca, de la que fluía un hilito de sangre. Estaba pálido, muy pálido. Parecía dormido. Fueron llegando los amigos: Hubert de Blanck, Rafael Montoro, Manuel de la Cruz, Manuel Serafín Pichardo, Ramón Agapito Catalá, Ricardo del Monte; representaciones de las revistas La Habana Elegante, El Fígaro, La Caricatura, El Hogar, El Liberal… Llegaron más escritores y periodistas y amigos y numerosas ofrendas, entre ellas una gran cruz con un Cristo de plata.

A las cuatro de la tarde arribó el muy suntuoso coche Filadelfia, de la casa Guillot, con sus zacatecas negros como la noche y vestidos de negro y amarillo. Media hora después se tapó el ataúd y se le colocó encima la cruz con su Cristo de plata. Los concurrentes asieron las coronas y el cortejo se puso en marcha con el féretro colocado ya en la urna de vidrio del vehículo. En el coche del duelo, que seguía al carro fúnebre, viajaban Ricardo del Monte, director de El País, Hernández Miyares, director de La Habana Elegante, el compositor Hubert de Blanck… Seguían otros 20 coches que, por Prado, ganaron el Campo de Marte, actual Plaza de la Fraternidad, siguieron por Reina y Carlos III hasta arribar, por Zapata, al cementerio. Fue inhumado en el panteón de la familia Malpica-Rosell. Antes de que el ataúd se perdiese en el nicho por «la boca de la sombra», se le retiró la cruz para que fuera remitida a la hermana de Casal.

Días más tarde, el 31 de octubre, José Martí escribía en Patria:

«… Murió el pobre poeta y no le llegamos a conocer. ¡Así vamos todos, en esta pobre tierra nuestra, partidos en dos, con nuestras energías regadas por el mundo, viviendo sin persona en los pueblos ajenos, y con la persona extraña sentada en los sillones de nuestro pueblo propio! Nos agriamos en vez de amarnos. Nos encelamos en vez de abrir vía juntos. Nos queremos como por entre las rejas de una prisión. ¡En verdad que es tiempo de acabar! Ya Julián del Casal acabó, joven y triste. Quedan sus versos. La América lo quiere, por fino y por sincero. Las mujeres lo lloran».

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