Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Diario de la victoria (II y final)

No más concluye su alocución radial, en la que llamó al Ejército Rebelde a no aceptar un alto el fuego e instó a los trabajadores a la huelga general y a decir ¡no! al golpe de Estado orquestado en la Ciudad Militar de Columbia a fin de continuar el batistato sin Batista, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz parte hacia Santiago de Cuba.

El Comandante Raúl Castro, que en el central Ermita preparaba el ataque a la ciudad de Guantánamo, corre a reunirse con Fidel en cuanto se entera de la fuga del dictador. Juntos se trasladan a los altos de Villalón, punto cercano a los altos de El Escandel. Con ellos están Vilma Espín y Celia Sánchez, los comandantes Juan Almeida y Hubert Matos, Carlos Rafael Rodríguez, de la dirección del Partido Socialista Popular (comunista) y el magistrado Manuel Urrutia Lleó, designado por el Movimiento 26 de Julio para desempañar la Presidencia de la República.

El coronel José Rego Rubido, jefe de la plaza militar de Santiago, con 5 000 hombres bajo su mando, se entrevista con el Comandante en Jefe. Quiere rendirse, pero no está seguro de la postura que asumirían sus oficiales, y pide que alguien del mando rebelde lo acompañe al cuartel Moncada para que los convenza de lo absurdo que resultaría resistir. Se ofrece Raúl para esa misión. Vilma quiere acompañarlo, pero él se niega y en definitiva entra en el Moncada seguido solo por un escolta.

Insta a apoyar a la Revolución a los oficiales principales, y a pedido de ellos, habla a la tropa concentrada en el polígono. Les dice que la guerra entre hermanos ha terminado e invita a los jefes a que lo acompañen a conversar con Fidel. En El Escandel, el Comandante les cuenta de la traición del general Cantillo y les propone que apoyen a la Revolución triunfante. Los oficiales, que conservan sus armas reglamentarias, aplauden, y Fidel nombra al coronel Rego Rubido jefe del Ejército derrotado.

La guarnición de Santiago y el regimiento destacado en el cuartel Moncada reconocen a las nuevas autoridades sin un solo disparo y sin derramamiento de sangre. Todos los cuarteles de la provincia oriental quedan bajo el control del Ejército Rebelde. La nación está paralizada de un extremo a otro por la huelga general y las estaciones radiales en cadena con Radio Rebelde transmiten las instrucciones del mando revolucionario. En menos de 72 horas los rebeldes tomaron todas las ciudades, ocuparon unas 100 000 armas y todos los equipos militares de aire, mar y tierra.

Los barbudos entraron en Santiago arropados por el entusiasmo y el júbilo popular. Eran ya las 11 de la noche cuando Fidel, en medio del tumulto, se hacía presente en la radioemisora CMKC y se valía de sus micrófonos para dirigirse al pueblo y ordenar a las columnas invasoras que prosiguieran su marcha hacia la capital y que, una vez allí, el Comandante Camilo Cienfuegos tomaría el campamento de Columbia, en tanto que el Comandante Ernesto Guevara ocuparía la fortaleza de La Cabaña. El Comandante Raúl Castro, designado jefe militar de la provincia de Oriente, quedaría en Santiago de Cuba sin el respaldo de grandes unidades armadas, pues las columnas de mayor disposición combativa del II Frente, al mando del Comandante Efigenio Ameijeiras, serían enviadas por avión a La Habana para hacerse cargo de la Policía y garantizar el orden.

¿Y en La Habana?

Tan pronto Batista salió del país, el general Cantillo impuso de los acontecimientos al Embajador norteamericano, decretó un alto el fuego, hizo cambios en las jefaturas y procedió a formar una junta donde estarían dos exvicepresidentes de la República, un general de la Independencia, un par de profesionales notables y el propio Cantillo. La presidiría el doctor Carlos M. Piedra, el magistrado más antiguo del Tribunal Supremo, que, de espaldas a la realidad y desconociendo lo que de manera inexorable habría de sobrevenir, se instala holgadamente en Palacio, firma decretos y recibe a sus posibles ministros.

Apela la junta al Supremo para que tome juramento a Piedra como Presidente de la República. «No ha lugar el pedimento», dictamina poco después del mediodía del 1ro. de enero la Sala de Gobierno de esa instancia judicial, que recoge en su dictamen la sentencia de 1934, donde se expresaba que «una revolución es fuente de derecho y engendra un nuevo derecho», y recordaba que el magistrado jubilado Manuel Urrutia, designado por los rebeldes para ocupar la Presidencia, se hallaba en el territorio nacional.

No habría Gobierno civil con Piedra al frente, y Columbia era un verdadero caos. En medio de esa compleja situación, un grupo de oficiales pidió a Cantillo que liberara al coronel Ramón Barquín y López, preso desde 1956 al develarse la llamada Conspiración de los Puros, encaminada a derrocar a Batista. A las nueve de la noche, Barquín, vestido todavía de presidiario, exigió a Cantillo el mando de las fuerzas armadas, y el 3 de enero, el primer teniente José Ramón Fernández, quien había cumplido misión por los mismos sucesos, lo detenía en su residencia de la Ciudad Militar.

Tan efímera como la gestión de Cantillo fue la de Barquín. Fidel negó su reconocimiento a ambos e impidió con su actitud que la Revolución se viera frustrada en sus propósitos. El día 2, Barquín entregaba la jefatura de Columbia al comandante Camilo Cienfuegos y Che asumía el mando en la Cabaña.

Cementerios clandestinos

No se repitieron en los días iniciales de enero del 59 las escenas macabras que vivió la Isla a la caída de la dictadura de Gerardo Machado. Las jornadas
transcurrieron con una cuota mínima de excesos. La muchedumbre, con certero instinto, no se tomó la justicia por su mano, y desahogó su cólera contra garitos y casinos de juego, los parquímetros y las máquinas traganíqueles. Fue saqueada la redacción del periódico Tiempo, del senador Rolando Masferrer, jefe del grupo paramilitar de Los Tigres. A pedradas fueron destrozadas las vidrieras de algunos establecimientos comerciales.

La prensa reportaba la aparición de cementerios clandestinos. Uno solo de los esbirros capturados confesó su participación en más de cien asesinatos. Los apodos que merecían algunos de ellos ponían de manifiesto sus «especialidades», como el oficial de Policía al que llamaban Rompehuesos. El teniente coronel Juan Salas Cañizares, jefe de la Policía en la ciudad de Matanzas, era detenido. El comandante Jacinto Menocal, perseguido por milicianos del 26 de Julio, se suicidaba para no caer en manos de sus perseguidores, pero fue detenida la gavilla de asesinos de este despreciable oficial.

Más de 80 personas, culpables o sospechosas, eran detenidas en La Habana. El intento de capturar esbirros y soplones provocaba desórdenes y sembraba la muerte a voleo. Varios chivatos, refugiados en una casa de la calle 70, en Marianao, se batieron durante casi cinco horas con los milicianos que llegaron para apresarlos, refriega que ocasionó muertos de parte y parte. Joaquín Martínez Sáenz, quien convirtió el Banco Nacional en sucursal financiera del Palacio Presidencial mientras lo presidió, y fue el responsable número uno del vandalismo económico del batistato, fue apresado en su propia oficina, junto a su segundo, el historiador Emeterio Santovenia. Fueron remitidos a la fortaleza de La Cabaña. Allí Santovenia alegó problemas de salud, reales o supuestos, y el Che permitió que, bajo palabra, esperara en su residencia el curso de los acontecimientos. No demoró en salir del país.

Año nuevo

La Noche Vieja de 1958, a las 12, muchos cubanos, según la tradición, tiraron a la calle un cubo de agua para que el año que se iba arrastrara consigo lo malo. El año se llevaba a Batista y, junto con él y su camarilla, a todo un régimen social. Por primera vez la frase «año nuevo, vida nueva» era una realidad para los cubanos.

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