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El Zanjón, paz sin independencia

La crisis interna de la dirección de la revolución que equivalía a una quiebra de la unidad, condujo, entre otros factores, al Pacto del Zanjón, firmado el 10 de febrero de 1878, en la localidad camagüeyana de ese nombre, por el capitán general Arsenio Martínez Campos, general en jefe del Ejército en operaciones en la Isla, y un llamado comité del centro, en representación de los cubanos, para poner fin a la guerra sin la victoria mambisa. En resumen, una paz sin independencia, avalada por una promesa de libertades, nunca cumplida, que igualarían a Cuba con el resto de las provincias españolas.

El convenio daba por sentado que las tres regiones cubanas en guerra estaban de acuerdo con la paz presagiada. Nada se decía que la zona mandada por Antonio Maceo no se sentía representada por el comité del centro. Hombres de la región oriental, fogueados en el combate y muy claros en sus objetivos políticos, se negaban a abandonar el campo de batalla.

Maceo, recién ascendido, el 26 de enero, a mayor general —fue el último oficial cubano que, en la Guerra Grande alcanzó dicha graduación, a la que llegó grado a grado— consideraba el pacto como un suicidio. Pese a la suspensión de hostilidades que precedió la firma del convenio, el 4 de febrero, acampado entre Palma Soriano y Floridablanca decidió batir a la columna española del coronel Ramón Cabezas. Un combate encarnizado. Con 32 hombres de la guarnición de su vivaque, en el momento de comenzar la lucha, enfrentó el Titán a 300 soldados enemigos. El combate se prolongó, con intervalos, la mayor parte del día. Al final, se registraron 260 españoles muertos y 27 prisioneros. Fueron cinco las bajas cubanas. Un capitán mambí ultimó a machetazos al coronel Cabezas.

Los días 7, 8 y 9 del mismo mes, en los Montes de San Ulpiano, Maceo se enfrenta a la fuerte columna del coronel Sanz Pastor, a la que ocasiona 245 bajas entre muertos y heridos, entre ellos diez oficiales.

EL pacificador

Desde su llegada, Martínez Campos se propuso la pacificación de la Isla. De ahí su sobrenombre.

Venía al frente de numerosas tropas y los mejores generales. Restructuró de inmediato el Ejército en operaciones y fortaleció militarmente la provincia de Las Villas a fin de detener allí la expansión de la revolución y encaminarse paulatinamente hacia el este. Combinaría las operaciones con la humanización del conflicto: los prisioneros serían respetados y bien tratados, el fusilamiento sería solo una amenaza y la artillería se utilizaría únicamente en situaciones especiales, pero las operaciones debían ser continuas y los combates frecuentes para presionar a las fuerzas cubanas. Obligó a los suyos a imitar el accionar del Ejército Libertador en la forma de acampar y cubrirse y en la adopción del machete como arma de guerra.

Largo en cuestiones de dinero, no escatimó su uso en sobornar y comprar jefes insurrectos y en gratificar al mambí que se presentara con armas o caballos. Llegó a privar a sus tropas de ropas y víveres para socorrer a familias insurrectas, y dio ejemplo como cuando entregó su hamaca a una cubana, y él durmió en el suelo. Afirmaba Fernando Figueredo que llegó a saberse de prisioneros condenados a muerte que no eran fusilados, de jefes mambises puestos en libertad y hasta enviados al extranjero y que la tropa era devuelta al campo con sus armas, vestida y calzada, y con comida y medicinas.

Sabía Martínez Campos, sin embargo, mezclar la bondad de la guerra humanitaria con el rigor de la represión. Debilitada la insurrección en Las Villas, el alto oficial español se movió hacia Camagüey. Dictó entonces un bando que disponía el fusilamiento de desertores y prisioneros, pero dispuso que se dejara de considerar como tales a ancianos, mujeres y niños.

«Los efectos de la política conciliatoria de Martínez Campos, unidos al desmembramiento de la revolución por las divisiones internas, la indisciplina y el regionalismo fueron facilitándole al jefe español el camino de la paz. La suspensión unilateral de las hostilidades por parte de España en el territorio central y Camagüey contribuyó al aumento de los contactos entre militares de ambos mandos, con efectos mortales para la causa cubana. En aquellas circunstancias, Martínez Campos intensificó aún más su actividad y la llevó a un nivel que llamó la atención incluso de los jefes cubanos…», escribe el historiador René González Barrios.

Antes de salir de Cuba, el mayor general Máximo Gómez hizo saber al Pacificador: «La insurrección muere, no por las armas españolas, sino por las condiciones personales y la política de V». Algo quedaba claro para Martínez Campos y lo dijo explícitamente: «Si un insurrecto grita nuevamente ¡Viva Cuba Libre!, España tendría nuevamente guerra para diez años».

Solo entre febrero de 1876 y febrero de 1878, afirma el historiador español Antonio Pirala, España perdió en la guerra de Cuba unos cien millones de pesos y alrededor de cien mil hombres.

Alto al fuego

El 1ro. de enero de 1878, escribe Máximo Gómez en su Diario: «Entramos en el año nuevo con una era fatal». Nueve años de incesante bregar y una escasez enorme de recursos agobiaban a las fuerzas mambisas, que apenas recibían apoyo del exterior y debían enfrentar la oposición sistemática de Washington que, de múltiples formas apoyaba a España, y sufrir la quiebra de la unidad en el mambisado. A ellos se unía la nueva política de guerra de Martínez Campos. Todo ello precipitó el desenlace de la contienda hacia un rápido final, sobre todo a partir de la derogación del Decreto Spotorno, que disponía la pena de muerte para el cubano que entrase con el enemigo en tratos sin independencia.

Fue así que, ignorando el consejo de Gómez de reforzar el enfrentamiento armado con una mayor base democrática la Cámara de Representantes acordó hacer «proposiciones» a Martínez Campos, y este decidió la suspensión de hostilidades. Se opuso al alto al fuego el general Gregorio, Goyo, Benítez, pero Cisneros Betancourt, presidente interino de la Cámara, lo apoyó. Quiso entonces Benítez tomar el pulso al sentir de la manigua: todas las zonas de guerra, menos la de Maceo en Oriente, querían la paz, y una vez más se puso de manifiesto la astucia del Pacificador: extendió el alto al fuego, estableció una zona neutral para que marchara al extranjero el mambí que así lo quisiera y repartió raciones de comida ente los famélicos combatientes. Dice Oscar Loyola: «Su actitud daría excelentes resultados».El mayor general Vicente García, presidente de la República en Armas, recibe proposiciones de paz. El 1ro. de febrero se reúne con Martínez Campos y, en una reunión que se extiende por siete horas, pide la suspensión de las hostilidades a fin de que el pueblo decida entre la guerra y la paz.

El 8 de febrero los jefes militares reúnen a sus tropas y asumiéndolas como el pueblo cubano preguntan a sus subordinados si votan por la guerra o por la paz. Las versiones son contradictorias. Algunos afirman que el voto por la paz fue aplastante, mientras que otros dicen que no lo fue tanto. Lo que sí quedó claro fue el cansancio de los soldados y la poca fe en sus dirigentes. Ese mismo día se dio cuenta a la Cámara de lo acordado por «el pueblo».

Pese a la oposición de Cisneros Betancourt que, por otra parte, no hizo nada por impedirlo, la Cámara decidió disolverse y como se imponía el pacto, decidió elegir, con civiles y militares, el llamado comité del centro, que asumiría la soberanía del pueblo. De ese comité, Ramón Roa y el doctor Emilio Luaces, su presidente, son designados para que conferencien directamente con Martínez Campos. Asimismo, se comunicó a Vicente García que como la República en Armas había dejado de existir, él cesaba en sus funciones como presidente.

El 10 de febrero, con la firma del Pacto del Zanjón, se daba por terminada la guerra de liberación nacional sin la victoria cubana. Contemplaba el convenio una serie de puntos que pretendían normalizar la situación de la Isla y propiciar una solución favorable a España. Estipulaba el acuerdo que la paz sería común para todas las regiones en lucha. El cese del combate sería aceptado supuestamente por todos los mambises, pero no fue así. Las tropas destacadas en la división Cuba —Santiago, Guantánamo y Baracoa— no lo aceptaron. Un mes después de la firma del Pacto, en Mangos de Baraguá, Antonio Maceo ponía bien en alto la rebeldía nacional.

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