La AHS guantanamera fortaleció su espíritu de vanguardia en los días en que regaló trabajo, arte, solidaridad y amor a los afectados por Matthew. Autor: Cortesía de la AHS Publicado: 21/09/2017 | 06:41 pm
Desde hace algunos meses preparábamos la jornada por los 30 años de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) en Guantánamo. Queríamos que todos los medios de difusión hablaran de ello, de la presencia de algunos de los creadores jóvenes más relevantes del país en nuestro territorio, de los presidentes de la organización en la provincia que nos acompañaron por estas tres décadas, de Inés María Prebal y su reciente premio en el concurso Vladimir Malakhov, de la visita del grupo Accordo, de Holguín, a la peña de música electrónica; de los conciertos de Boucing Tempos y John Carlos Ayarde, pero, sobre todo, queríamos que se hablara de Leonardo García y su canciones, las mismas que nos acompañarían en nuestra actividad central. Todo eso queríamos y los vicepresidentes estaban vueltos locos haciendo cartas para cerrar la calle, pidiendo los hospedajes para los invitados, convocando a los asociados y a los miembros de honor… cuando llegó Matthew y empezó la incertidumbre.
¿Sería justo celebrar en medio de tanto gris?, ¿sería justo convocar a las principales autoridades de la provincia a nuestra jornada de programación cuando las prioridades eran estar junto a los afectados por el huracán? ¿Y Leonardo? ¿Y Norma Rodríguez? ¿Y Carelsy Falcón? ¿Y los muchachos de Accordo? ¿Y los otros invitados? ¿Debían venir o no a una provincia que se encontraba en fase de recuperación?
¿Y los recorridos de la Brigada 30 aniversario, creada gracias a la idea de Jorge Serpa para dar funciones y talleres en comunidades periféricas de los municipios de Guantánamo y Caimanera? ¿Tenía sentido focalizarnos en esas localidades cuando otras más alejadas necesitaban nuestro apoyo? Definitivamente no. Por eso tocamos la puerta de la dirección provincial de Cultura y nos ofrecimos para ser los primeros del sector en llegar a los lugares donde más se nos necesitara.
El resto fue muy rápido. El domingo 9 de octubre nos avisaron que debíamos estar listos para el siguiente día, y el 10, a las 3:00 p.m., recordando las campanadas de La Demajagua, salimos las dos brigadas artísticas para Baracoa y Maisí. Y aunque muchos se brindaron para seguirnos en esta primera experiencia, por cuestiones de logística no podíamos ser todos. Serpa, Yoyi, Owant, Manuel Alejandro, Roberto Carlos, Fraguela, Yoandra, Yanet, Aliexa, Ana Iris, Alioski, Yosmel, Eldys Cuba, Emilio y los dos Freddy (el chofer y el productor del teatro Guiñol Guantánamo), partimos desde la Casa del Joven Creador en una guagua llena de colchones, ollas, el caldero de la caldosa del 28 de septiembre de Alba Babastro, mochilas con títeres, libros para regalar, la revista Cultura y Vida, muchos nailons con tostadas, azúcar, cajas de fósforos, pomos de agua, cigarros para los fumadores, casas de campaña, un saco con carbón, unos perros calientes que Ana Iris insistió en comprar y velas, porque ya nos habían dicho que aún no había electricidad.
Habíamos preparado una caja con ropa, leche en polvo, una sábana que Inalvis logró rescatar y unas latas de carne prensada para enviar a nuestros asociados en Baracoa. Esa mañana muchos sentimos que no era coincidencia que estuviésemos armando tamaño revuelvo exactamente un 10 de octubre.
Salimos felices, cantando canciones de la vieja trova, confiados en que íbamos a alejar la tristeza de un municipio en el que antes del huracán todo era verde. En la loma de la Herradura hicimos la primera parada. Un accidente, por suerte sin pérdida de vidas humanas, provocó que esperásemos al menos 45 minutos en la base de la montaña; después, casi en caravana, arrancamos de nuevo. Por el camino corroboramos los destrozos provocados por el huracán en los municipios de San Antonio del Sur e Imías. Muchas casas sin techo, árboles con las raíces expuestas y viaductos aún con piedras enormes que había lanzado uno de los cómplices de Matthew: el mar. En San Antonio del Sur entramos a la tienda, compramos más agua, unos espaguetis para el almuerzo del día siguiente y continuamos viaje.
Eran más de las siete de la noche cuando entramos en Boca de Jauco, uno de los primeros asentamientos del municipio de Maisí, y ahí comenzaron las verdaderas exclamaciones de asombro, más que de un huracán, el territorio parecía víctima de una guerra nuclear: casas tumbadas completamente, techos ausentes y ni una sola hoja verde. Las ramas de los árboles se entrelazaban unas con otras, armando una triste telaraña gigante. En Boca de Jauco hicimos la segunda parada, una brigada de Holguín estaba reparando el puente, cuyo deterioro obstruía el paso. Allí comimos el arroz con jamonada que nos habían preparado en la Escuela Vocacional de Arte (EVA) y llevábamos en jabitas de nailon, y colamos nuestro primer café en la única casa iluminada de por todo aquello, gracias a la corriente que le suministraba el grupo electrógeno de la brigada de Holguín.
Aunque pensamos pasar la noche en Boca de Jauco, un poco después de las diez nos avisaron de que el puente estaba listo y partimos. Ya no se veía bien, pero respirábamos la tristeza de aquellas montañas. Por momento recordaba Momo, aquel libro de Michel Ende en el que al paso de los hombres grises todo se congelaba. Mientras algunos de nosotros dormían, yo iba pensando en largas filas de hombres grises atravesando de un lado a otro el municipio.
A las 11 llegamos a la Casa de Cultura de la Asunción, nuestro hogar durante esa semana. Muertos de cansancio, esa noche nos conformamos con armar las casas de campaña, tender los colchones y encender la primera vela.
Descubrimientos
Al otro día, el de pie se dio a las 6:30 a.m. Había que organizar el campamento, buscar leña para hacer el desayuno, improvisar un fogón, averiguar dónde se podía conseguir pan. Y todo eso rápido, porque dos horas después debíamos salir con el Director municipal de Cultura hacia los sitios de evacuación para hacer las funciones iniciales. Conseguir leña no fue problema, demasiado árbol caído. Pusimos una olla para el chocolate, cortamos una lata y armamos una cocinita de carbón para colar café y… solo entonces nos dimos cuenta de que la única cafetera que habíamos traído era eléctrica.
Ahí fue que se apareció Rosita, la vecina de al lado, una mujer que no tenía techo, pero sí un corazón grandísimo, que a partir de entonces compartió con nosotros. Gracias a Rosita pudimos matar el antojo. Más tarde Yoandra nos enseñó cómo colar café en una cafetera eléctrica sin tener electricidad.
Ese día, divididos en grupos, visitamos los sitios de evacuación de la Asunción, la Máquina, Chafarina y Santa Marta, donde compartimos con emigrantes haitianos que habían dejado su país, quizá huyendo del ciclón, quizá por otras causas, y el viento los había arrastrado, como ya había sucedido antes, hasta Maisí. De camino a cada uno de estos lugares descubrimos, primero, que Maisí es mucho más grande de lo que muchos pensaban; segundo, que la telaraña gigante que descubrimos en Boca de Jauco abarcaba todo el territorio, borrando el verde del municipio más oriental de Cuba. También que las afectaciones eran peores de lo que suponíamos. Muchas eran las casas destruidas totalmente, muchos los colchones que se secaban a la intemperie, muchos los armarios al descubierto y mucha gente a quienes avivar la esperanza.
Contagio
Lo mejor de nuestras visitas a los centros de evacuación y a las comunidades de Los Llanos, El Diamante, Playa Blanca, El Veril, Obando, El Guárano, era que nosotros empezábamos la función y ellos enseguida incorporaban sus canciones, poemas, los refranes autóctonos de la zona, las historias de aparecidos o la risa, la risa que tanto bien hacía en esos momentos. Hasta los haitianos, mientras cantábamos La guantanamera, nos acompañaban. Era como si estuviesen esperando que alguien llegara para echarle aire a las brasas de carbón que desde siempre estuvieron prendidas.
A pesar de la tristeza de las personas que visitamos, no solo para inspirarles el espíritu sino para ayudarlos a limpiar y ordenar lo que hubiera quedado en pie, ninguna de ellas perdió la capacidad de emocionarse, de reír, de hacer sus anécdotas sobre el ciclón, algunas de las cuales en lo adelante formarán, sin dudas, parte de la tradición oral del territorio.
En esa semana no únicamente convivimos con los maisienses sino que lo hicimos como ellos después del paso arrollador de Matthew: usando el agua llena de hojas, ramas y renacuajos para bañarnos, fregar y hasta tomar; distribuyendo las labores domésticas (cocina, fregado, limpieza, búsqueda de leña) entre los miembros de la brigada: las mujeres con el pelo lleno de humo por el carbón, los hombres tendiendo la ropa en un cordel improvisado en medio del campamento; ayudando a sacar la lana del colchón de Rosita, ahorrando velas para que nos alcanzaran hasta el final, compartiendo todos una caldosa a años luz de la de Kike y Marina con los vecinos de La Asunción, haciendo colas en la emisora de La Máquina para cargar el móvil, y llamando a Inalvis a Guantánamo todos los días para que nos auxiliara con el agua, lo que más necesitábamos.
El viernes por la mañana amaneció lloviendo y algunos fuimos a la casa de Rosita para verla. Ella y el resto de su familia estaban bajo una teja de zinc en la cocina (la única que quedó viva de aquella casa). Queríamos estar más cerca de esa gente bondadosa que, varios días ya después del huracán, sufría sus embates.
Familia
No habrá manera de poder olvidar lo vivido. En medio del dolor, definitivamente esa experiencia nos unió, nos hizo sentir familia, la familia a que apuesto sea la AHS. Lo vivido nos permitió celebrar nuestros 30 años de otra forma, de una mejor forma. Luis y Sergio Saíz, Esther Montes de Oca, Alpidio Alonso, Morlote, Rubiel, Rafa, Samuel, Lily y tantos otros que han acompañado a la organización en estos años, no nos hubiesen perdonado si en vez de mudarnos una semana al municipio más oriental de Cuba nos hubiéramos quedado en casa, protegidos.