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A la Lenin volvería, una y otra vez

Egresados, docentes y personalidades formadas en las aulas del prestigioso centro a lo largo de medio siglo recuerdan con emoción y cariño la huella de la Lenin en su adolescencia y primera juventud

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

El primer texto que, con mi nombre, se publicó en este diario, no fue resultado de mi primer trabajo periodístico. En ese momento yo estudiaba Medicina y participé en un concurso, en el que resulté ganadora, con aquellas líneas en las que intenté resumir los tres mejores años de mi vida.

Si hoy me asignan ese título nuevamente para un texto, volvería a dedicarlo con la misma emoción a la escuela en la que no solo aprendí de logaritmos, fórmulas químicas, biología, reglas gramaticales, historia y computación, sino (y sobre todo) de la vida: la Vocacional Lenin.

Muchos llegaron a ella cuando eran muy jóvenes, pues inicialmente se comenzaban los estudios allí desde la Secundaria y crecieron en todos los sentidos, entre sus pasillos, aulas y dormitorios. Otros, como yo, cerca de los 15 años, con las mismas ganas de comernos el mundo. Hoy, al cabo de cinco décadas y aun cuando ya no es la misma escuela que se fundó, perdura en el recuerdo de todos los que pudieron vivir en ella, estén donde estén.

A la Lenin llegabas con ganas de portar el monograma rojo en la manga izquierda, con las altas medias y las sayas largas, la mochila con tostadas y polvo de refresco, el temor a no sobrepasar los 85 puntos en las asignaturas de ciencias (como temía yo con la Física) y con una agenda en la que anotabas los chistes que los estudiantes de grados superiores podían hacerte, como mandarte a buscar la llave del aéreo.

Desde el primer día sentías el orgullo de integrar la nómina de alumnos formados rigurosamente, con ansias de obtener una puntuación elevada para optar por la carrera universitaria anhelada, pero también con deseos de aprender a bailar en ruedas de casino, cantar en las actividades culturales y ganar algún juego de voleibol o quiquimbol.

En los predios de ese centro, proyectado y construido por el arquitecto Andrés Garrudo, aprendías el valor de una amistad verdadera, llorabas por tu primer gran amor, admirabas a tus excelsos profesores y aprendías a lidiar con la nostalgia por tu hogar mientras cargabas un cubo de agua escaleras arriba para bañarte, o te «forrabas» con varios abrigos para soportar el frío de aquel microclima.

Hombres y mujeres mejores salían de la Lenin. Tres años de tantas experiencias que hoy, a través del WhatsApp o en reuniones organizadas en alguna casa, se recuerdan entre risas y con la certeza de querer volverlas a vivir. Por eso no es casual que, encontrándonos en cualquier lugar, aun sin haber estudiado en el mismo grupo, nos reconocemos como familia, por la forma de bailar, de aplaudir o de caminar. Una identidad multiplicada y sólidamente afianzada en cada uno de nosotros.

Lamentablemente la Lenin no es ya aquella de los sueños fundacionales y el futuro teñido de azul. Recientes fotos me la muestran despintada, con la hierba alta en sus áreas verdes, sus salones deshabitados y sus persianas rotas. Ha acogido últimamente diferentes proyectos y alguno que otro camina por sus pasillos sin sentir que le vibra el pecho, como puede sucederle a cualquier egresado que hoy a ella se acerque. Termino de escribir y se me aguan los ojos. Necesitaría más páginas para contarlo todo. Quizá, otro concurso. Y en otra vida, a la Lenin volvería, una y otra vez.

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