Aquellos ojos estaban marchitos. Era demasiada la afrenta, el dolor creciente. Habían visto la mano asesina sobre la sonrisa del niño, el látigo del capataz en las espaldas del amigo, la arremetida violenta contra el desamparado, después de que el terror y la desidia subieron de un zarpazo al trono. Pero un hálito de luz se desplegaba en las entrañas, iba creciendo desde las simientes.
La torpeza llamaba al pensamiento, mientras tanto, en el pequeño cuarto los pasos y el murmullo avistaban el instante preciso, la hora señalada. Y los ojos, ahora más despiertos, encontraban luz, la esperanza que necesitaban para sentirse alegres, como un filtro viviente, un despuntar de sueños.
Ya no soportarían bota y porrazo, mano dura ni asesinatos en serie. Ahora encontraban el camino; secreto que estaba guardado en un guiño mientras auscultaban el paso por las escaleras. Otras miradas permanecían fieles y exactas. Todos unían sus fuerzas en un haz-torbellino silencioso que presagiaba la fecha. Si alguien pudiera internarse en aquel sitio, desafiarlo, arroparlo de vida, ya no de sangre.
Si por un momento, tal vez, se le restara a las horas el dolor de la partida, el no existir del joven amado, la confirmación de que era real el sacrificio. Pero allí estaban nuevamente los ojos, para estremecer, para decirnos que la muerte llegaba de verdad, que tanta luz no podía ser tolerada. Apenas mostraban sentido de amargura. Brillaban límpidos, desafiantes.
Contenían el arrojo de un poema y la inspiración del triunfo. Sí, del triunfo. Poco importa que ahora se ensañaran sobre ellos, que pretendieran arrancarlos. Otros verían a través de sus retinas. La Patria nueva se les asomaba en un horizonte cercano, libre de frustración y de ignominia. ¡26 de Julio! ¡Cuánta luz segada en su renacer!
Cuántos símbolos de esperanza para una generación! Pero las pupilas siguieron insomnes, para encauzarnos, enaltecernos, alertarnos... Y en la mirada tierna de cada niño están los ojos; ya no marchitos ni con la tristeza como carga sobre