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Los finales más absurdos del arte

Intérpretes, compositores, artistas y pintores sorprendieron al mundo con sus muertes insólitas. Muchos, en la cima de sus carreras, se fueron de la forma más increíble e ilógica posible

Autor:

Iris Celia Mujica Castellón

Todo tiene un principio y un final. La muerte puede ser irreversible si la vida fue inerte y hosca. En el mundo del arte poco importa la edad, las circunstancias o la longevidad de la existencia. La muerte es solo un umbral si el legado resulta lo suficientemente eterno. 

Demasiados son los intérpretes, compositores, artistas y pintores que sorprendieron al mundo con su repentina partida. Muchos, en la cima de sus carreras, se fueron de la forma más increíble e ilógica posible.

En 1960, el barítono Leonard Warren se desplomó en el Metropolitan Opera de Nueva York mientras interpretaba La forza del destino, de Verdi. Otro infartado fue el tenor Richard Versalle quien, en plena función en esta célebre sala, se cayó de una escalera justo cuando afinaba la línea «qué lástima que solo se pueda vivir mucho tiempo».

El brillante director de orquesta Felix Mottl murió de un ataque cardíaco cuando dirigía Tristán e Isolda, el 2 de julio de 1911. Cincuenta y siete años después (1968), el también maestro de la batuta Joseph Keilberth agonizaba sobre el mismo escenario en Múnich al interpretar la misma obra de Wagner.

También se desvanecieron en el foso de orquesta los notables directores Giuseppe Sinopoli (2001) e Israel Yinon (2015). No habían cumplido los 60 años y se encontraban en la cúspide profesional. Con Aída, Sinopoli mantenía inspirado al auditorio del Deutsche Oper de Berlín, en tanto Yinon había elegido para esa ocasión en el Centro Cultural y de Congresos de Lucerna, Suiza, la Sinfonía Alpina, de Strauss.

Alban Berg fue uno de los compositores más importantes del siglo XX, así como uno de los más interpretados de la Segunda Escuela de Viena. Su obra fue prohibida por los nazis al ser considerada «arte degenerado». Su vida fue truncada por una septicemia causada por la picadura de un insecto (se presume que una abeja), y dejó inconclusa la orquestación del tercer acto de su ópera Lulú.

Del mismo modo, los dioses de la música popular han pasado factura ipso iure (de pleno derecho). Papa Wemba, el rey de la rumba congoleña, se vino abajo en pleno concierto debido a una malaria cerebral. Leslie Harvey, guitarrista de Stone the Crows, se electrocutó el 3 de mayo de 1972 en el Swansea Top Rank Ballroom de Gales, cuando agarraba, con sus manos humedecidas, un micrófono descubierto.

Johnny Ace fue un famoso cantante y pianista de blues, gospel y soul de  a principios de la década del 50 del pasado siglo. En los descansos de sus conciertos, así como en los viajes de su banda, acostumbraba a recrearse con su revólver descargado. En la navidad de 1954, en el intermedio de una presentación en Houston, comenzó a jugar a la ruleta rusa y terminó volándose los sesos. Los acompañantes declararon que Ace sabía que el revólver contenía una bala en el tambor, aun así se arriesgó. 

En el séptimo arte encontramos historias tan impactantes como el deceso de Paul Walker (2013) con solo 30 años. El actor murió en un accidente de tránsito relacionado con el exceso de velocidad. Toda una ironía de la vida, pues alcanzó el estrellato como uno de los protagonistas de la saga de autos de carreras Rápidos y furiosos.

Brandon Lee, hijo del mítico Bruce Lee, fue víctima de un accidente mientras rodaba El cuervo. En una escena recibió un disparo con una bala real. Un descuido inaceptable que apagó su existencia y carrera a sus 28 años.  

Pero no se detiene la macabra nómina de las lumbreras del celuloide: William Holden resbaló y se golpeó la cabeza con su mesita de noche; Judy Garland no superó una sobredosis de somníferos para combatir el agotamiento crónico; y el corazón de María Montez no logró soportar la interacción de su cuerpo con el agua caliente (a 45 grados Celsius), razón por la cual no solo se desmayó, sino que también se ahogó.

Grandes de las letras no quedan exentos de estas histriónicas parcas. Algunos sufrieron muertes tan asombrosas como sus escritos. Tal fue el caso del poeta chino Li Po, uno de los más notables de aquel país asiático. Amante de la bebida, logró parte de su obra tras cierto grado de embriaguez. Se presume que por andar borracho, cayó de su bote mientras intentaba abrazar el reflejo de la luna sobre el río Yangtsé.

En Cuba, contamos con el insólito final del poeta Julián del Casal, genuino representante de lo más exquisito del modernismo hispanoamericano. De carácter retraído y proclive a la soledad, del Casal falleció antes de cumplir los 30 años, durante una cena en casa de una familia cercana. Lo irónico del suceso fue que el poeta no era dado a reírse desaforadamente. Se cuenta que un chiste le provocó un ataque de risa tan efusivo que le produjo la rotura de un aneurisma. Resulta posible que Julián del Casal padeciera de una tuberculosis no tratada, lo cual ayudó a acelerar su infortunado final.

Otra defunción semejante le ocurrió al poeta y dramaturgo renacentista Pietro Aretino. Según las fuentes documentales, estaba en una celebración cuando uno de los invitados le contó un chiste sobre su propia hermana relacionada con la prostitución local. La mofa le gustó tanto al dramaturgo que no pudo dejar de reírse. Se dice que se derrumbó de su silla convulsionando con una penetrante sonrisa en su rostro.

El novelista Arnold Bennett, fiel a su personalidad obstinada e inflexible a cambiar de parecer, contradijo, afirmó y peleó con todas sus fuerzas que el agua de París no estaba contaminada de tifus. Para callarles la boca a todos los «incultos», decidió beber de aquella fuente. En pocos días el autor de Riceyman Steps dejó claro que la terquedad puede ser tan mortal como la peor in-
fección de tifus.

En 2019, el comediante británico Ian Cognito se derrumbó en plena función luego de hacer un chiste sobre su propia muerte.

Henry Purcell, considerado uno de los mejores compositores ingleses de la historia, murió de un resfriado por dormir a la intemperie en una noche fría, ya que su esposa le negó la entrada al hogar por aparecerse bebido a altas horas de la noche.

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