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Diez años de guerra imperial en Siria

Tras una década de subversión, agresiones armadas, invasiones mercenarias y férreo bloqueo económico, Siria sigue en pie frente a Estados Unidos, Israel y sus aliados

 

Autor:

Leonel Nodal

 A comienzos de 2011 una súbita revuelta social de apariencia espontánea, sin líderes conocidos, barría anquilosados regímenes autoritarios en Egipto y Túnez, viejos socios de Washington. La administración de Barack Obama se mantuvo expectante, como si todo estuviera previsto.

Orquestada desde las redes sociales, la prensa occidental comenzó a hablar de la «Primavera Árabe». El brote insurreccional, promesa de una nueva época democratizadora, incendió a Libia, y ahí sí, enseguida, entraron en acción Francia, Italia y la OTAN, liderada por Estados Unidos.

De repente, Moammar Khadafi cayó en desgracia. Un súbito descontento, agitado desde capitales europeas y liderado por un exoficial exiliado en Langley, a la sombra de la CIA, terminaría con su brutal asesinato.

Detrás de Libia, Siria. Deraa, ciudad cercana a la frontera jordana y de mayoría sunnita, fue el punto escogido para exigir la renuncia del presidente Bashar al-Assad, paso previo al cambio de régimen. El conflicto era descrito como una «guerra civil», de matiz confesional, «una revuelta de la mayoría sunita contra el dominio de la minoritaria secta alawita del presidente Bashar al-Assad».

Las manifestaciones opositoras se tornaron violentas, magnificadas en los medios occidentales y afines de la región, que predecían una pronta caída del régimen. Apenas un año después, Washington, París y Londres intentaron aprobar en el Consejo de Seguridad de la ONU una resolución que exigía la dimisión de Al-Assad, como requisito previo a un arreglo político negociado del conflicto.

En realidad, gestionaban un pretexto autorizado para una «intervención humanitaria», al igual que hicieron en Libia. El veto de Rusia y China frustró la maniobra y dejó claro que irían hasta el final en defensa de la soberanía e integridad territorial de Siria y su Gobierno.

A partir ahí Estados Unidos, la OTAN y sus socios en la región ensayaron todos los recursos y armas para derrocar al presidente Al-Assad y colocar un régimen a su gusto.

Trasfondo de una venganza

En septiembre de 1978 viajé a Damasco por primera vez. Fui por carretera, desde Beirut, en un taxi de ruta que remontó el monte Líbano a una velocidad increíble por una tortuosa carretera, bordeando abismos. Al llegar al puesto fronterizo sirio un oficial de inmigración revisó mi pasaporte y exclamó: ¡Cuba! Estampó el sello de entrada y al devolverlo me susurró: ¡Fidel-Assad, amigos!

Su amistoso trato tenía una razón. Apenas cinco años antes, en octubre de 1973, durante la guerra israelo-árabe llamada de Yom Kipur, tanquistas cubanos condujeron los famosos T-72 rusos junto a los sirios, en una misión internacionalista a pedido del presidente Hafez al-Assad, que detuvo a las tropas israelíes a las puertas de Damasco.

Siria no logró reconquistar las alturas del Golán ocupado en 1967, pero el coraje y capacidad de combate de su ejército reforzó la voluntad de resistir del país.

Viajé a Damasco para cubrir una cumbre del Frente de Firmeza y Rechazo, formado en Trípoli en diciembre de 1977 por Argelia, Libia, Siria, Yemen del Sur y la OLP, para combatir la iniciativa unilateral del presidente egipcio Anuar el Sadat, dirigida a la firma de un acuerdo de paz egipcio-israelí, bajo la égida de EE.UU. Iraq también repudió a Sadat, pero no acudió a la cita.

En la reunión de Damasco, clausurada el 23 de septiembre de 1978, el Frente acordó la ruptura de relaciones políticas y económicas con Egipto y encomendó al presidente Hafez al-Assad, entrar en contacto con la Unión Soviética para «restablecer el equilibrio político-militar de la región».

Desde entonces, las sucesivas administraciones estadounidenses chocaron con la incómoda resistencia siria a dar un salto al vacío a cambio de una dudosa promesa de paz, que consolidara la supremacía israelí.

A partir de ese momento Damasco debió sortear un mayor hostigamiento del estado sionista, acrecentado desde 1979 por la alianza sellada con la República Islámica de Irán, sobre la base del rechazo a la ocupación israelí de Palestina y su papel de sucesor del régimen del Shah de Persia como gendarme de Oriente Medio.

Dos años antes de la llamada «Primavera Árabe» la administración Obama sondeó la actitud renovadora del joven presidente Bashar al-Assad y la posibilidad de atraerlo a una ronda de negociaciones secretas con Israel. Sin embargo, Washington arruinó el cortejo con un simple gesto. El 1ro de enero de 2010 se supo que la Casa Blanca vetó el intento de Francia de vender aviones Airbus a la empresa Syrian Air, porque contenían componentes norteamericanos. Un golpe que ratificó la vigencia de una ley de embargo promulgada por George W. Bush.

Un envidiable modelo de tolerancia social

La línea aérea siria requería modernizar su flota. En las dos décadas posteriores a mi primera visita Damasco se dotó de un moderno aeropuerto, anchas avenidas, lujosos hoteles internacionales, en tanto cuidaba de sus tradiciones y sitios históricos, como el milenario mercado de Hamidiye, abarrotado de visitantes que recorrían las mismas calles de piedra que pisó el apóstol Pedro en su ruta a Roma.

Además de la mayoritaria población árabe, musulmana, sunita, y la minoría chiita, en sus calles se cruzaban con drusos, asirios, armenios, turcos y kurdos, así como miles de palestinos.

Una guía turística occidental que consulté entonces resaltaba que en Siria, «además de la predominante religión islámica, existen comunidades de cristianos: ortodoxos, siríacos, maronitas, católicos, y también protestantes»(…) «a diferencia de otras naciones de Medio Oriente, en Siria se respeta la libertad de culto, no hay enfrentamientos ni parcialismos, e incluso, las mujeres pueden transitar libremente por las calles, sin portar el típico velo islámico». 

Recordemos que la llegada al poder del Partido del Renacimiento Árabe Socialista (Baath), el 8 de marzo de 1963, dotó a Siria de una Constitución que proclamó la república socialista laica, con respeto para todas las minorías. En materia de política exterior, su colaboración con la extinta Unión Soviética y su oposición al expansionismo israelí, la convirtió en una incómoda pieza para la estrategia de dominación de la rica región petrolera por Estados Unidos y sus aliados.

Con esos antecedentes, no es extraño imaginar que Washington se entusiasmara con la aventura militar que le permitió a la OTAN derrocar a Muammar el Khadafi, en Libia, y decidiera aplicar el mismo guión en Siria.

He leído o visto decenas de resúmenes y artículos con motivo de estos diez años de guerra en Siria y todos iguales. Acentúan «la peor crisis humanitaria» de este siglo, los más de 5,6 millones de refugiados sirios, «el mayor éxodo desde la II Guerra Mundial», o que «más de 6,7 millones de personas se han visto forzadas a desplazarse dentro del país».

Contabilizan «medio millón de muertos», según un Observatorio instalado en Londres afín a los opositores, o que el 60 por ciento de los sirios corre el riesgo de pasar hambre. Dicen que, según UNICEF, casi 12 000 niños fallecieron o resultaron heridos. Todos eluden hurgar en las causas y el papel de Estados Unidos e Israel.

Ninguno de esos balances recuerda que Estados Unidos ocupa casi un tercio del territorio sirio, asistidos por fuerzas kurdas y un gobierno autónomo de facto, y roban para exportar el petróleo de todos los sirios, receta aplicada en Iraq.

Ni una palabra sobre el bloqueo económico, acentuado por la llamada «Ley César» —copia de la Helms-Burton—, que intenta rendir por hambre y enfermedades a los sirios.

Tampoco mencionan el impacto de los criminales bombardeos de una Coalición Internacional formada por Washington, sin aval legal, en contra de la voluntad del único Gobierno en ejercicio en Siria, con el cuestionable pretexto de combatir el terrorismo.

Ningún Gobierno sin apoyo popular, ni prestigio internacional suficiente, podría sobrevivir a una guerra tan prolongada, con participación de más de 80 000 mercenarios procedentes de todo el mundo y otros miles de terroristas, armados y financiados por la mayor potencia bélica del mundo.

¿Cuánto más tardará Washington en admitir el fracaso de su guerra imperial en Siria? 

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