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Nuevo gobierno israelí despierta negros presagios

Una inédita alianza dirigida a derribar al prepotente Benjamín Netanyahu se apresta a formar un gobierno de inquietantes pronósticos para israelíes y palestinos

Autor:

Leonel Nodal

Todavía parece un insulto a la inteligencia o el sentido común. Una especie de quién da más ante dos opciones de derecha.

Un inescrupuloso «vale todo» con tal de apear del poder a Benjamín Netanyahu —el líder del derechista Likud, atornillado al sillón de primer ministro en lo últimos 12 años— unió a todos sus adversarios en una coalición ajena a principios políticos o ideológicos.

Ocho partidos —desde la rabiosa extrema derecha ultrareligiosa judía, pasando por la derecha secular y el auto proclamado centro-izquierda laico— por primera vez aceptaron añadir al plato fuerte el picante ingrediente árabe-israelí, que provoca escozor en ambos bandos opuestos, a fin de juntar la mayoría mínima necesaria de 61 diputados para formar gobierno.

Al final, el mayor elemento de incredulidad respecto al futuro de la nueva jefatura lo aportó el controversial Mansour Abbas, patrón del autodefinido partido islámico de derecha Ra’am, que sumó cuatro decisivos votos.

Abbas —según el respetado editor palestino Ramzy Baroud «un oportunista ansioso de poder a cualquier precio»— desertó de una agrupación de diez parlamentarios árabes-israelies, electos en representación de los dos millones de originarios residentes de Palestina, quienes vivían en el territorio asignado a Israel al momento de la partición decidida por la ONU en 1947, y los colonos judíos no lograron expulsarlos, y que tienen derecho formal al voto.

La transgresora unión contractual lograda el pasado 2 de junio por el mero interés de sacar a Netanyahu y repartirse el poder y sus ventajas económicas y políticas, tiene todo lo necesario para explotar en un escandaloso divorcio, o incluso el asesinato a manos de algún partidario del cuestionado Premier que se sienta traicionado.

Todo puede suceder

Se trata de una pelea entre dos bandos de una derecha rabiosamente partidaria del despojo colonial del pueblo palestino y la expansión del régimen de apartheid en los territorios militarmente ocupados, que consideran «la tierra de Israel», adjudicada por «El creador».

Semejante olla de grillos, obra propia de un doctor Frankestein de la política, pretende alcanzar el próximo 14 de junio el voto mayoritario (60+1) de los 120 integrantes del Knesset, el parlamento israelí, donde Netayanhu conserva el apoyo del resto de los diputados e intenta atraer por lo menos a uno de la frágil coalición opositora, para derribarla, y seguir al frente del Gobierno, hasta la convocatoria de una quinta elección.

La turbia alianza contra Netanyahu fue forjada por el periodista, presentador de televisión y fundador del partido Nueva Esperanza, Yair Lapid, quien se vende como una centro-izquierda sionista (y colononizadora) que obtuvo la segunda mayor votación en los comicios del pasado 25 de marzo, la cuarta consulta electoral en los últimos dos años, al lograr 17 diputados, que lo convierten en «líder de la oposición».

El resultado le valió recibir el encargo del entonces presidente Reuven Rivlin de reunir una mayoría suficiente para formar gobierno, tras el fracaso de Netanyanhu.

El voluntarioso Lapid consiguió su meta mediante un pacto de reparto del ejercicio de la jefatura de gobierno con Naftalí Bennet, un multimillonario ultrarreligioso judío de extrema derecha, líder del partido Yamina, que obtuvo siete escaños.

Bennet, nacido en Israel, hijo de inmigrantes ricos de Estados Unidos que han hecho fortuna en el sector tecnológico (ligado a la industria bélica) antiguo aliado de Netanyahu y ex ministro de Educación en su último gabinete, consideró llegada la hora de la sucesión para la que se siente predestinado.

Según el acuerdo, el líder de Yamina asumirá como primer ministro en un lapso inicial de dos años y en agosto de 2023 será reemplazado por Lapid, quien entretanto será el titular de Relaciones Exteriores.

En un comunicado, Lapid prometió que «este gobierno trabajará al servicio de todos los ciudadanos israelíes».

Por su parte, Netanyahu calificó al posible nuevo gobierno como el «fraude del siglo» y afirmó que pone en peligro al Estado, al pueblo y a los soldados de Israel.

A juicio del especialista de la BBC Jeremy Bowen, «ningún adversario político de Netanyahu puede subestimar su determinación absoluta de mantenerse en el cargo».

Sus oponentes esperan que su caída prosiga en los tribunales de Jerusalén, donde ya está siendo juzgado por cargos graves de corrupción.

Un gobierno supremacista

Sin dudas, este nuevo y raro Gobierno sin precedentes de partidos de prédicas opuestas y fuertes personalidades incompatibles, se identifica en el objetivo común del despojo de tierra de los palestinos bajo ocupación militar, la colonización y el apartheid.

Un ejemplo es el futuro ministro de Hacienda, Avidor Liberman, líder de un partido de colonizadores, en su mayoría procedentes de Rusia y Europa Oriental, acérrimo partidario de la expansión y la anexión de las mejores tierras de Cisjordania y de la totalidad de Jerusalén.

La investidura del primer Primer ministro religioso-sionista de Israel inquieta a sectores políticos liberales judíos que temen la entronización formal en el gobierno de un oscurantismo propio de un estado teocrático y excluyente.

También podría marcar el comienzo de un nuevo tipo de lenguaje nacional, religioso-patriótico, que no es exactamente nuevo, afirmó esta semana el analista Gideon Levy, en el diario Haaretz.

A su juicio, es el discurso de los invasores de las colinas de Cisjordania durante medio siglo, con todos los santurrones mirando hacia el cielo. Desde allí se extendió al ejército y los medios de comunicación y todas las demás uniones de poder que los sionistas religiosos han conquistado durante los últimos años.

En su opinión, «esta mentalidad debe tomarse en serio. Se ha infiltrado profundamente en la sociedad israelí, mucho más allá de la base de Bennett. Muchos israelíes, demasiados, todavía creen en la absurda historia sobre el pueblo elegido y nuestro derecho divino a esta tierra».

Levi pone el dedo en la llaga abierta en 1917 en Palestina por la asociación del imperio colonial británico –interesado en asegurar su dominio en Palestina— y el pujante movimiento sionista, impulsado por Teodoro Herzel, del regreso a «la tierra prometida», 2000 años después de la expulsión ordenada por los romanos, como si fuera terreno baldío y vacío.

Levi alerta —y lo cito en extenso porque no es el criterio de «un terrorista islámico», como suele decir la propaganda oficial israelí— que se avecina un gobierno basado en supuestos «valores eternos del sionismo religioso (...) un movimiento que adora el despojo masivo, que cree en la supremacía de una nación sobre otra en esta tierra, que cree que una promesa divina es igual al registro de propiedad».

A todas luces nada positivo augura la nueva administración de Israel, principal aliado de Estados Unidos en Oriente Medio.

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