Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La odisea del muerto

Autor:

José Antonio Fulgueiras

De niño lo llamaban boca’epomo dada la sumatoria excesiva de dientes de leche que cercaban la encía, le inflaban los labios y convertían la cavidad mucosa en el clásico hocico de un can jadeante. 

Tal vez provocado por este desperfecto bucal, el infante se comía la primera letra de todas las palabras, cuando ya había arribado a los siete años, edad de la peseta.

Por ello llamaba a su madre de esta manera: «Amá en ca». O pedía a su padre: «Apá ame inero». Esto resultaba simpático para el vecindario colindante a la finca de los García donde se levantaba la casita de techo de guano, resguardada por una alta y espesa cerca de piña ratón que rodeaba la instalación y solamente dejaba espacio a una estrecha talanquera que cedía al portal de la vivienda campestre.

Él no era el clásico niño pedigüeño ni engreído; más bien un niño tímido que se complacía con cualquier alimento que acopiara esta familia humilde y de escasos recursos económicos. Ah, eso sí, religiosamente había que darle una toma de leche justamente a las nueve de la noche, de lo contrario la perreta se oía en Encrucijada, localidad patronal.

La acción amamantadora se realizaba a la misma hora que en La Habana sonaba el cañonazo del Morro, pero este proyectil líquido y tibio estaba envasado en un pomo de boca estrecha donde la madre ajustaba una chupada tetera que introducía en el «hociquito» de su niño, quien lo saboreaba acostado en su catre, ubicado en un rincón de la sala. Así gastaban las semanas la familia de los García, alumbrados con una lámpara de querosén, además de un radio de pilas como único entretenimiento nocturnal.

Entraba las 27 noches de julio, cuando Nelsito, parado en la puerta, dio dos giros, puso los ojos en blanco y cayó tendido sobre el cemento del portal. Al grito de la madre acudieron dos vecinos que la ayudaron a colocar al niño bocarriba sobre el catre. Juan, el curandero, acudió solícito y afable como siempre. Tomó entre sus manos la carita del infante y con los dedos pulgares trató infructuosamente de abrirle los ojos. Después le tomó el pulso, levantó la cabeza y fijó la vista en la mamá expectante:

—¡Su hijo está muerto!, dijo secamente, y la gritería colmó al vecindario.

La vivienda se inundó de guajiros. Unos atraídos por afecto, muy común en el campo, otros, los menos, por simple curiosidad. Lo cierto es que, pasada la primera hora, alrededor del catre había agrupados más de una treintena de personas.

Nelsito acentuó aún más su cara de muerto. Lucía muy serio como todos los difuntos. Le colocaron puchas de flores alrededor del camastro en espera de la caja mortuoria que sería trasladada desde Sagua la Grande. Como en todo velorio, los vecinos comenzaron a ponderar las virtudes del occiso. Incluso una maestra lo predicó como el más inteligente del aula, cuando todos sabían que era el clásico alcornoque.

El padre del extinto prendió la radio para conocer la hora. Le preocupaba la tardanza del ataúd. Tras dos tic, tac, el locutor de Radio Reloj anunció: «¡Son las nueve de la noche en todo el territorio nacional!»

Fue en ese preciso instante en que Nelsito abrió los ojos, se encorvó sobre el catre y reclamó:

—¡Amá, ame eche!

A los dos segundos ya no había ni un alma en la sala. Todos corrían horripilados. La mayoría logró enfilar por el hueco de la talanquera, menos la vieja Dominga Pérez que al observar a la gente aglomerada en la salida saltó la valla de piña ratón y cayó de pie al otro lado.

Al día siguiente de la tragedia, un profesor de Educación Física vino hasta la casa de los García con una lienza y midió la altura por donde Dominga retó sus 80 años de edad y dejó enganchado sobre la cerca espinosa un retazo de su blúmer de bombacho. La medición arrojó un salto de 2,47 metros, pero se desconocía la velocidad del viento aquella noche y el implemento medible no estaba certificado por la Federación Cubana de Atletismo.

No obstante, cuando el 27 de julio de 1993 a través de la radio de pilas se anunció que el cubano Javier Sotomayor había impuesto un récord mundial de salto de altura con 2,45 metros, en Salamanca, España, el viejo Toribio García se paró del taburete y vociferó: «¡Qué carajo tanto alarde con ese saltico e’mierda, si hasta le faltaron dos centímetros para ganarle a la vieja Dominga!».

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