Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una mano en el Cauto

Autor:

Luis Sexto

El teniente Valdés Pérez empezó a experimentar una sensación que le ensanchaba el pecho y le estiraba su estatura, pareja a la de un adolescente a pesar de sus brazos y su tórax cubierto de vellos negros y tupidos. Su estatura interna se acrecentaba mientras recibía las precisiones de una nueva misión.

Nunca olvidará aquella orden, y muchos años después podrá repetirla palabra a palabra. El propio Comandante Fidel Castro, colocándole la mano derecha sobre su hombro izquierdo, le orientó que cargara en ese «barco» varias cajas con latas de carne y leche condensada y las distribuyera en los lugares donde la situación fuera más apremiante; Ah, la leche, sobre todo, repártesela a los niños. Yo me voy en el otro «barco» —concluyó el Jefe. 

«Barco» había sido un modo de llamar a vehículos anfibios de orugas, inscritos en la nomenclatura militar soviética como K-61. Su fisonomía, compuesta de una cabina con la nariz achatada y una cama, lo asemejaban a un camión. Un camión que navegaba. Fidel subió, y se sentó junto al operador. Los demás —William Gálvez, Carlos Rafael Rodríguez y el jefe de la escolta— montaron en la plataforma donde el anfibio, diseñado para desembarcar a 20 soldados desde un buque de transporte de tropas sin cambiar de medio en la playa, les facilitaba sentarse sobre un banco. Luego el carro se introdujo con la suavidad de un cocodrilo en el Rioja, afluente del Cauto cuyo caudal se desahogaba, al igual que otras corrientes de la zona, sobre la llanura, como si la asperjara con el agua incontenible de la desolación.  

El teniente Valdés Pérez había traído los medios desde La Habana. El día 5 de octubre, temprano, el jefe de la unidad de ingeniería militar le ordenó preparar una caravana para partir inmediatamente hacia la provincia de Oriente.

—¿De qué tiempo dispongo, capitán?

—De dos horas, teniente.

Sobre el mediodía, tres K-61 ya estaban puestos encima de rastras, y listos una grúa y talleres móviles de reparación y mantenimiento, y un pelotón donde alineaban exploradores dotados de motosierras manuales, artilugio entonces apenas utilizado en Cuba.

Valdés Pérez encabezaba la columna en un yipi Gaz 69. La tarea encajaba en su vocación por lo riesgoso y lo imprevisto. Desde niño, en su natal San Luis, en Pinar del Río, se había embelesado viéndose dentro de selvas borrosas o sobre caballos gigantescos en aventuras inconcebibles como, en efecto, suelen ser las aventuras. Quizá por esa inclinación tumultuosa por el peligro, pudo desempeñarse en la lucha clandestina contra la tiranía de Fulgencio Batista, en ese espacio rural y urbano que se extiende entre San Luis y Guane.

En 1959, desde el mismo triunfo de la Revolución, se alistó en el Ejército Rebelde, en el que su pericia en la manipulación de equipos pesados y ciertos conocimientos de ingeniería lo habían recomendado para ejercer la jefatura técnica de su unidad.

Al partir, espoleado por la violencia que el ciclón Flora descargaba en la zona oriental de la Isla, el teniente se ensimismaba en el privilegio del desafío. Miraba hacia delante y se evocaba calculando el peligro, evadiendo las sombras, domeñando las aguas movidas por la furia o la inconsciencia de la naturaleza. Pero, sobre todo, trasladando la esperanza a miles de personas aisladas, hambreadas, ateridas, golpeadas, apesadumbradas, en el valle del Cauto.

¡El Flora! Ese sí fue un ciclón.

Vio su ensañamiento, su honda pujanza, sus cabriolas desconcertantes en el mapa, yendo adelante y luego volteándose para girar otra vez y completar arriba, al norte, el cierre de aquel lazo que más parecía un número 8 trazado con el tino de un miniaturista. Vio la herida en la tierra, y la angustia destechada de los damnificados, y la perplejidad de los cadáveres.

No previó, sin embargo, que allí iba a encontrar a la persona que de un modo inconcebible le modificará la vida con un signo que muchos años después empezará a juzgar con modestia, pero con exactitud y justicia: un niño solo, asediado por las aguas. 

Cuando lo alzó sobre la corriente y lo puso en el anfibio, el teniente comprendió que ya aquel niño, cuyo nombre aún ignoraba, se convertiría en su hijo…

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