Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El pincho o la vida

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Si por estos días a Pánfilo lo asaltaran en plena calle (como él cuenta en uno de sus espectáculos) y le exigieran la bolsa o la vida, a lo mejor él (con el ceño fruncido y la mirada desafiante) sacaría un pincho en vez de la libreta de abastecimiento.

Sí, no se asombre: un pincho de los que se usan en las panaderías para entregar el pan. O una pinza. O un par de guantes, algo que ayude a resguardar la vida y decirle al coronavirus: «Tú, pa’llá, pa’llá».

Recientemente, en una de las conferencias con los medios de prensa de Ciego de Ávila, el doctor José Ramón Artigas Serpa, especialista de segundo grado en Higiene y Epidemiología y metodólogo docente del Centro Provincial de Higiene, Epidemiología y Microbiología, alertaba sobre la necesidad de una constante higiene en las manos como garantía para prevenir el contagio.

Durante el encuentro el galeno comentaba que desde hacía tiempo (pero en especial en las últimas semanas, a partir del impacto de la cepa delta) había observado que las personas mostraban mayor interés en la protección del rostro al usar caretas y doble mascarilla. Sin embargo, señalaba el médico, ese mismo rigor no se percibía en las manos.

«Nadie imagina el peligro que hay con ese olvido», insistía el doctor Artigas para luego ejemplificar cómo un gesto instintivo —un ligero pase de dedos por la frente tras tocar una superficie, la más impensable— se convertía en el origen silencioso del contagio y causa de angustia de numerosas familias que se preguntaban una y otra vez dónde y cómo se habían infectado.

No es que se siga al pie de la letra (aunque intenciones sobran) el ejemplo de Melvin Udall, el neurótico escritor interpretado por Jack Nicholson en la película As Good as It Gets (título en español: Mejor… imposible) y que cada vez que toquemos algo nos lavemos las manos con un jabón nuevo para luego, así nuevecito como está, botarlo con una mueca de asco.

Aunque hechos sobran para meditar. Dentro de los tantos ejemplos que aparecieron en el intercambio de experiencias, se mencionó uno para nada desdeñable: la no presencia de los adecuados instrumentos y accesorios para despachar los alimentos a la población en bodegas, dulcerías, panaderías y puntos de venta estatales o particulares.

Se supone (y en algunos lugares se ve, pero en otros coloque puntos suspensivos) que en esos establecimientos una persona cobre y otra entregue el pan o la leche. Se supone que después de cada servicio se higienicen las manos. Se supone que en esos lugares se guarden las distancias. Se supone que la ciudadanía toda vaya con las mascarillas correctamente colocadas.

En fin, demasiadas suposiciones ante las certezas de un contagio. Porque lo cierto es que esas áreas de servicio devienen verdadera zona roja (por las colas sobre todo), donde más de un consumidor se ha preguntado si el pan, por citar un ejemplo, no estará contaminado por el virus.

«¿Qué seguridad tiene?», preguntaba un vecino al señalar la manera en que una de las dependientas manipulaba el alimento sin ningún resguardo, solo con el nasobuco. «¿Se desinfectó las manos antes de tocarlos?», repetía.

Desde el comienzo de la pandemia, en el país se han dictado numerosas indicaciones para la actividad del comercio minorista, en específico con la parte alimentaria. Muchas de estas se dirigen a lograr inocuidad. ¿Pero se cumplen realmente? ¿Dónde pudiera existir un fallo? ¿Cuesta tanto fabricar en el país un utensilio metálico o plástico con condiciones para garantizar la no contaminación con este virus u otra enfermedad?

Vamos, que no debe costar tanto. Y si no lo hay, pues no estaría de más echar mano a un tenedor de la casa. Sus pinchitos, en estos casos, no serían una molestia, sino un verdadero respaldo a la vida. Un aliento para respirar más tranquilos. De seguro que unos cuantos lo agradecerían. Quizá en silencio; pero eso sí: desde lo más profundo del alma.

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