Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Resurrección en Dos Ríos

Autor:

José Alejandro Rodríguez

Si las ánimas de los idos aparecieran, como aseguran videntes y espiritistas, quisiera abrazar algún día a José Julián Martí Pérez, e iluminar con sus respuestas hondas y entrañables, preguntas muy íntimas que le haría sobre la condición humana y la agonía de levantar el amor y la justicia a toda costa.

Una vida no alcanzaría para, sumergido en verso y prosa de ese «misterio que nos acompaña» —como lo definiera José Lezama Lima—, creer ilusamente que llegas a lo más profundo de su pensamiento y su sentir cubano y universal. Ese gigante, una especie de insólito accidente humano desde una sombría islita decimonónica cual cárcel de sufrimientos, sigue retando nuestra ignorancia, y abriendo compuertas al futuro con palabra hermosa que plasma consecuentemente en la cruz del sacrificio.

Sin poder hablarle ni decirle tantas cosas, por lo pronto sigo prendido de ese amigo de La Edad de Oro desde que en mi infancia, en el zaguán de mi casa-escuela, nos observara con su mirada triste y lejana para avizorar peligros, y con la mano sobre el corazón, en una reproducción del famoso cuadro de Jorge Arche que mi padre colgara en la pared.

Solo una vez tuve a Martí a mi lado, en un sueño que nunca debió terminar, hace unos años:

Los niños de La Colmenita viajan en el tiempo a Dos Ríos, 19 de mayo de 1895. Y lo rescatan temprano en la mañana, horas antes del fatal desenlace. Lo traen a La Habana de 2013, con la condición de devolverlo rápidamente.

Lo veo con su levita desgastada, sudando a raudales, a la entrada de la casona donde radica la Unión de Periodistas de Cuba. Soy solo un observador; por momentos un niño tímido y distante, por momentos adulto. Él está rodeado de los pequeños, que lo halan por los bolsillos de sus pantalones, lo abrazan y besan. Le tocan el bigote. Le regalan caramelos. Uno le dice: Martí, tu eres bajito cantidad… Otro: tienes un hueco en la media… y todos ríen… Martí sonríe y le brillan los ojos.

Luego sale a la calle 23 de la mano de los niños. Los transeúntes se detienen y arremolinan. Aplausos, manos que se tienden para alcanzar la suya… Martí sobrecogido por la celeridad de los autos y los ómnibus y la música ensordecedora de un reguetón. Le explican que está en La Habana de 2013. Y yo imaginando ya cuando llegue a la Fragua Martiana y a la casita de la calle Paula…

Martí les ruega a sus guías: Hay que volver a Dos Ríos. Y los niños: quédate Martí con nosotros, quédate. Hasta que les explica suave, pero firmemente que debe regresar. Es su deber. De momento se me pierde la trama y, después, uno de los duendes de La Colmenita, ya de regreso del 19 de mayo de 1895 en Dos Ríos, me cuenta lo que el Apóstol le reveló: Tenía que regresar, precisamente para garantizar la felicidad y la vida de nosotros. Y llora el niño al narrar que lo vio caer del caballo, enfrentando al enemigo. Lo vio atravesado por las balas. Lo vio muerto y se hizo como un raro resplandor.

Aquella alucinación, de la cual desperté estremecido, no me permitió esa noche conciliar de nuevo el sueño. Confundido, me senté en la penumbra de la sala, con el presagio de que Martí pudiera irrumpir en mi casa y yo abrazarlo. Él sigue allí en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895 cayendo por Cuba y renaciendo al instante, para acompañarnos por siempre: Ciñéndose en la frente la estrella que ilumina y mata para que vivamos dignos y justos.

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