Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La sombra del adiós

Autor:

Cecilia Meredith Jiménez

Viernes 16 de mayo. Faltan unos pocos minutos para las nueve de la mañana. Voy con destino a mi casa luego de haber salido de un turno médico. Actualizo a mi novio por WhatsApp sobre cómo me fue. De pronto, una llamada interrumpe el audio que hago. Respondo. Pienso que se trata de una buena noticia o de algo agradable. No es así. En medio de la conversación se me quiebra la voz. Me estremezco por la terrible noticia y las lágrimas, tan repentinas, no me dan tiempo a procesar lo que me cuentan. Sin piedad, se deslizan por mi rostro.

Lloro. Puedo permitirme hacerlo, incluso, en medio de mi trayecto. Por suerte, mis enrojecidos ojos se esconden tras unas gafas oscuras. «¿Cuándo y cómo ocurrió, y por qué?», (me) pregunto. «Necesito estar ahí; verlo, aunque él no me vea; despedirme, aunque ya sea demasiado tarde. Lo necesito. No hacerlo sería imperdonable. Mucho le debo a quien durante casi ocho años fue mi compañero, mi tutor laboral, mi maestro, quien forjó una importantísima parte de lo que soy», pienso. Me consumo por un rato en mi aflicción.

La muerte, la implacable muerte nos deja indefensos. Que para morir solo se necesita estar vivo es muy cierto. Sin embargo, ¡cuánto duele la pérdida, cuánto se siente la ausencia! Por más alicientes que uno busque o encuentre, nadie es indiferente a ese doloroso proceso natural. Me atrevería afirmar que en muchos casos solo este dolor es capaz de mitigar las más enconadas rencillas. Es probable que la tristeza común una, incluso, más que el amor.

No obstante, por más que toque, por más que ya haya llegado la hora, por más que intentemos consolarnos pensando: «al menos vivió intensamente», la muerte nunca nos parecerá justa, ni oportuna. Es un componente del ciclo biológico, pero jamás nos acostumbraremos a ella. Siempre nos aferraremos a un soplo, a un latido y no a una masa inerte, a un vacío.

Mas lo peor no es la falta, sino la tormenta emocional que trae consigo, de la cual forma parte el sentimiento de culpa. «Tenía que haberle dicho esto. No tenía que haber retrasado tanto esa visita. Podía haber hecho más» son algunos de los reproches más recurrentes. Nunca nos dará tiempo decirlo todo ni agradecer lo suficiente; y, por mucho que hagamos por nuestros seres queridos, la idea de que pudimos haber hecho más nos carcomerá la mente.

Estos también son procesos naturales, porque la muerte, la mayoría de las veces, no se anuncia, no espera, no cree en despedidas, en edades o merecimientos. No sé por qué los seres humanos nos desgastamos tanto estableciendo mecanismos de diferenciación entre unos y otros, cuando venimos al mundo de semejante modo y, asimismo, la muerte nos apesadumbra y cubre con su velo a todos por igual. 

De la muerte solo me curan y consuelan los buenos recuerdos, el legado que deja quien emprende su viaje hacia la eternidad y esa amarga sensación que te sacude, te demuestra que la vida es demasiado frágil y que, por lo tanto, es un desperdicio no vivirla a plenitud, dando y recibiendo amor. Cada día es un regalo que se nos hace a algunos y se les quita a otros, así que no disfrutar de nuestra existencia —ofreciendo lo mejor de sí, claro está— no es una opción.

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