Todo comenzó a través de una llamada telefónica. Del otro lado del auricular sentí la fuerza de una recta de 90 millas sobre mi oído derecho: «¿Quieres ser la corresponsal de Juventud Rebelde?», soltó el interlocutor con solemnidad. Necesité unos segundos para reaccionar al lanzamiento. Debo haber tomado un sorbo de aire para reponerme mientras escuché otro fragmento de sus argumentos: «Creemos que sí puedes y así lo comunicamos a la dirección del periódico», insistió aquella voz con demasiada seguridad con respecto al tema. El resto de las explicaciones quedaron en el vacío o mi memoria se empeñó en borrarlas.
Lo cierto es que así comenzó esta historia, mi historia con estas páginas hace 12 años. Se escriben rápido, pero ha sido el espacio que en mayor período de tiempo he encontrado más saberes.
Y lo califico así porque cuando ocurrió la llamada de marras ya tenía cinco años de andar por los discursos radiales. Aún sigo por estos rumbos. Entonces, incluso hoy, soy una verdadera pichona enamorada de cuánto sonido me encuentro en el día a día. Por eso, solo la idea de enfrentarme al corpus de las letras impresas —distante para mí— me ponía los pelos de punta. Mucho más, pensé, si como valor noticia tenía que era un medio nacional, y qué decir si era el periódico que por mucho tiempo me había arrancado más de una lectura.
Realmente, ese sí fue mi verdadero primer encuentro con Juventud Rebelde. Desde la época del preuniversitario, cuando ser periodista era una utopía, me sumergía cada vez que me llegaba un periódico a las manos, en Pregunte sin pena, las lecturas dominicales bajo la firma de Ciro Bianchi, Acuse de Recibo o los extensos textos —luego aprendí que eran reportajes—, donde con desenfado mostraban un tema de mi interés.
De sobra está contar que esas demasiadas razones me obligaron a entrar por su puerta con más miedos e incertidumbres que con la seguridad y firmeza que exigía el momento.
Después de la presentación y bienvenida oficiales al equipo de corresponsales —también por teléfono porque no eran tiempos de WhatsApp ni de conexiones a internet en abundancia— llegó la prueba de fuego: la primera cobertura. Una visita de Eusebio Leal Spengler a la cuarta villa de Cuba, próxima a cumplir entonces sus 500 años precisó convertirse en titular. Un verdadero reto que aún hoy sigue latente en cada duelo con el word en blanco: vestir un tema local con traje nacional.
Desde entonces hasta este minuto le han seguido otras muchas informaciones, entrevistas, géneros de opinión y reportajes. Han sido hijos de la espontaneidad o de sucesos que han obligado a redoblar esfuerzos: las celebraciones de los cumpleaños de las añejas urbes de Sancti Spíritus y Trinidad, cuando intensas precipitaciones han amenazado con «ahogar» el territorio, las dos sedes nacionales de la provincia por la efeméride del 26 de Julio, las visitas de la máxima dirección del país… En fin, darle voz y colores a un fragmento de tierra, donde las noticias no florecen con mucha espontaneidad, y menos cuando deben «competir» con lo sucedido en el resto de la nación.
Desafíos aparte, Juventud Rebelde me ha regalado también el goce de contar con una familia extendida por toda la geografía de este archipiélago. Su equipo de corresponsales ha sabido ubicar estas páginas en lo más alto del podio del periodismo cubano. Leerlos siempre es una fiesta. Saberlos bien, a pesar de las rudezas del contexto, da sosiego.
Con ellos, con aquella llamada y la posibilidad de escribir de casi todo en estas páginas estaré siempre en deuda. Juventud Rebelde es mucho más que el diario de la juventud cubana hoy con seis décadas de vida y, mañana, con muchos más. Funge en mi hoja de ruta como el puerto seguro, donde, a pesar de contratiempos lógicos y múltiples mediaciones, debo volver para el oportuno encuentro con lectores exigentes o fugaces, y también para encontrarme cuando los sonidos radiales no alcanzan al diálogo.