Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Volver

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

Le pedí, en un arresto, que me dejara ver la casa, subir al segundo piso. No dejaba de mirar al enorme espejo que recortaba mi figura, como buscando una puerta secreta. Había usado el mejor tono, eso creo; pero la anciana usó el suyo y arguyó que eran sus aposentos privados. Con elegancia, con decisión, me detuvo.

Tendrían que pasar 30 años para lograrlo. Casi en puntillas, sosteniéndome de la nada, alcanzando el pasamanos, estoy ascendiendo por los mismos escaños que, día a día, vieron pasar a la escritora. Me impulso, me contengo. Los colores del vitral caen sobre mí. ¿Estaré profanando los misterios, rompiendo los silencios, faltando a su memoria?

Paso los dedos con temor por la madera labrada, por la cancela. Me asomo, a distancia, a su confesionario, a su capilla íntima. Y casi la imagino de hinojos, las manos apretadas, desandando por los caminos inefables, por las creencias arraigadas, por lo más alto. Telas, jarrones, mármoles, me envuelven.

Ahora entiendo, solo ahora entiendo en verdad, su universo intramuros, su obstinado aferramiento. La belleza era el tiempo encarnado en cada objeto, las historias prendidas a las que no estaba dispuesta a renunciar. Era su manera de protegerlo todo, era su manera de salvarse. 

Aquella poeta del agua, que había puesto a fluir sobre su pecho al Almendares: «Él no tiene horizontes de Amazonas/ ni misterios de Nilos», que había encontrado en su sencillez, sustento para la grandeza: «Yo no diré que él sea el más hermoso…/ ¡Pero es mi río, mi país, mi sangre!». Ella, que era capaz de encontrar fragancias en un inocente clavel de trapo, que había descrito a su Isla como «una fina iguana de oro, un manjuarí dormido», era capaz de hacer que flotara su bandera en los pasillos, al borde de su cama. Sin estridencias, pero con auténtico fervor.

Cuando otros decidieron marchar, ella expiró hasta el último segundo de su vida en la tierra que la vio nacer. Y así escribe sus verdades, pétreas y altas cual estatuas de Pascua. El 27 de febrero de 1985 dirige una carta al pinareño Aldo Martínez Malo: «Yo estoy aquí por mi voluntad y a todas sus consecuencias (…). A Don Manuel Aguilar, que bondadosamente me escribió, poniendo a nuestra disposición un piso nuevo que adquirió en Madrid (…), le contesté agradeciendo su generosa oferta, pero excusándome de aceptarla, porque sucediera lo que sucediera, prefería quedarme y correr la misma suerte de mi país».   

He venido para contar de aquel encuentro del 19 de septiembre de 1994 con la autora de Un verano en Tenerife y de cómo me confesó que María del Carmen Herrera Moreno, la dama que le acompañaba, era más que su báculo, era «la hija que nunca tuve». Para bordar las palabras sobre su esposo, el cronista Pablo Álvarez de Cañas. Cuando otros suelen lanzar saetas contra los periodistas, ella entendía de cerca la difícil  misión de hacer la novela cotidiana a trazos, a trancos: «Gracias a ustedes seguiremos viviendo, aún después que la tierra nos cubra».

Yo venía de Santiago de Cuba. Y ella, la poeta, rebautizó a mi ciudad al dedicarme su libro Poesías Escogidas (Editorial Letras Cubanas, 1984). De su puño y letra, con gran esfuerzo, estampó que el visitante llegaba de la tierra «donde los corazones son más abiertos». Una confesión muy seria para alguien que había recorrido mundo.  

Han pasado 30 años y he vuelto a casa,  a la de Dulce María Loynaz (1902-1997). No tendré como agradecer la invitación que me extendió Tomasa González, directora del Centro Cultural que lleva el nombre de nuestra Premio Cervantes, a sus especialistas, a su hermoso espacio Tertulias en el Jardín. Hay una presencia en el aire, algo arcaico, algo de ahora mismo. Volver es renacer.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.