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Crianza positiva, una meta feliz (I)

Criar con una actitud que combine disciplina y respeto afectuoso, sin violentar los derechos del ser humano que se construye bajo nuestra tutela, puede ser muy desafiante; ese proceso exige constancia, coherencia y personalización

 

Autor:

Mileyda Menéndez

Deje caminar a su hijo

por donde la estrella le llame.

Miguel de Cervantes Saavedra

 

De tan repetidas, algunas frases pierden sentido o creemos que se darán por sí solas, sin esfuerzo de nuestra parte. Una de ellas es «los niños nacen para ser felices», intención que incluye a niñas y adolescentes, aunque en la práctica puede no ser efectiva para ningún sexo o edad, cuando la familia tiene ese propósito, pero no sabe cómo garantizarlo.

Criar con una actitud que combine disciplina y respeto afectuoso, sin violentar los derechos del ser humano que se construye bajo nuestra tutela, puede ser muy desafiante. Ese proceso exige constancia, coherencia y personalización, pues ni siquiera hermanos gemelos reaccionan igual al mismo método, así que toca a las personas adultas aprender los resortes particulares de cada criatura en cada etapa de sus vidas. 

Las herramientas cambian para ajustarse a las épocas. No se dialoga con una generación que puede acceder a internet desde edades muy tiernas en los mismos términos que emplearon nuestros padres y abuelos para formarnos cuando las fuentes alternativas eran solo los libros, la radio o la televisión.

El vocabulario, los parámetros de negociación y el contenido de la enseñanza deben adaptarse a cada momento en un camino de doble vía, pues la familia también necesita reconocer las señales de avance y aprender a admirar la independencia de criterio y acciones de su menor en tanto demuestren ser válidas para su desarrollo como ser social y singular.

Nuestra identidad se edifica desde la infancia tomando como referente tanto figuras cercanas como patrones inscritos en nuestra genética y epigenética, en una mezcla que no logramos explicar, pero sentimos como auténtica, vital para nuestra expresión única y nuestros lazos humanos y con el entorno.

Ese esfuerzo de crecimiento pasa por cuestionar las reglas familiares y comunitarias para comprenderlas antes de acatarlas (o no). A muchos adultos desconcierta o incomoda esa reacción, pero la autoridad parental suele ser puesta a prueba durante la adolescencia, o antes, no por ingratitud, sino para entender el sentido de esos límites, del mismo modo que se ensayan las capacidades físicas y emocionales o se explotan los talentos a medida que se van intuyendo.

Para la civilización occidental moderna, paternalista en sus esencias, puede ser frustrante dejar que los hijos asuman riesgos y se alejen (sobre todo espiritualmente) para crear su propio espacio vital. Pero ese temor es nuestra prueba, más que la de ellos: un desafío para crecer como familia en el que los hijos son el medio de aprendizaje y no el fin en sí mismo.

Para que ambas generaciones triunfen en sus respectivos retos necesitamos ejercer una crianza positiva, concepto que parece nuevo, pero tiene raíces milenarias, y cuyos principios son diáfanos en todas las culturas que lo han defendido.

Entre esos principios está una comunicación abierta sobre temas existenciales como el sexo, los valores, la política, la fe… en igualdad de derechos para opinar y preguntar, pero también para reservar respuestas hasta tanto nos sintamos en condiciones de darlas, sin negar lo obvio ni condicionar los afectos al resultado del diálogo.

Comunicamos con la palabra, los gestos, los silencios… y antes de suponer desde los prejuicios qué nos está diciendo esa otra persona con sus elecciones de vida, es mejor preguntarle y dejar claro que estamos a la expectativa de sus puntos de vista, no para condenar, sino para dar consejos desde nuestra experiencia y aprender lo que necesitemos de esa lección. 

Por siglos, los adolescentes se han quejado de que sus padres no les prestan atención, sino que los vigilan. No escuchan porque creen que su deber es hablar y normar conductas rígidas. No dan libertad porque juzgan desde sus errores antiguos, no confían en sus propias enseñanzas y temen haberse equivocado en la educación, aunque proclamen lo contrario.

Curiosamente los adultos se quejan en términos similares: sus hijos no les escuchan, no respetan sus tiempos, no agradecen su esfuerzo, no paran de crear problemas cuando todo parecía estar bien…

En ambos casos lo que falta son conversaciones significativas sistemáticas y respetuosas; rutinas flexibles en las que cada quien sepa que el otro está pendiente, pero no cruzará la línea de la privacidad a menos que sea necesario, porque reconocen que ese espacio entre ambos no está vacío, sino lleno de amor, confianza y apoyo para crecer.

A veces basta un meme en un chat para hacerse presente de modo divertido sin dejar de ser educativo, y a veces hay que apagar el televisor, el celular, la computadora y charlar de frente y con paciencia, comprendiendo los rodeos de la otra parte para posicionar un tema que le resulta incómodo, hasta lograr que las almas se abran para deconstruir lo prestablecido y tejer una nueva visión de lo que somos como individuos y familia.

La próxima semana compartiremos algunas herramientas para lograr esa crianza positiva, enriquecedora y sostenible en el tiempo.

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