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El triángulo de la desconfianza

Autor:

Luis Luque Álvarez

En el principio fueron Italia y Francia. A la primera llegaron miles de inmigrantes tunecinos, y Roma les dio un permiso de estancia temporal con la esperanza de que se fueran «con su rumba a otra parte», es decir, a Francia. Entonces París cerró la frontera y retrasó el paso de un tren donde viajaba un grupo del norte de África.

Ahora es el turno de Dinamarca. En el país nórdico, una fuerza xenófoba, el Partido Popular Danés, puso contra la pared al Gobierno conservador: si quería apoyo para sacar adelante la reforma de las pensiones, tenía que reintroducir los controles fronterizos estables con Alemania y Suecia. Y Copenhague aceptó.

Es el Tratado de Schengen lo que se está haciendo añicos. El pacto, firmado en 1985 y aplicado desde 1995 en la Europa comunitaria, estipula la ausencia de controles en las fronteras internas de la UE —por ejemplo, pasar de España a Portugal es como ir de Madrid a Barcelona—, lo que facilita mucho los viajes tanto a los europeos como a los que llegan desde otros sitios, pero que fundamentalmente para los primeros es un modo de intercambiar con pueblos del mismo continente, en el que se libraron más guerras que en el resto del planeta, por lo que es esencial visitarse y conocerse...

En tal sentido, Schengen —al que no pertenecen ni Irlanda ni Gran Bretaña ni Chipre, pero sí algunos no comunitarios, como Noruega y Suiza— es un instrumento de confianza. Al quitar las barreras entre sí, los países miembros demuestran confiar en los que tienen fronteras hacia el exterior de la UE, que deben manejar eventuales crisis migratorias o enfrentar amenazas a la seguridad interior.

Sin embargo, como escribió el bardo inglés, «algo huele a podrido en Dinamarca» —ya olió así en las riberas del Mediterráneo—, cuando el Gobierno de ese país decide reinterpretar unilateralmente uno de los pilares de la construcción europea y colocar de nuevo la talanquera. Por supuesto, Copenhague dice respetar el espíritu de Schengen y el principio de la libre circulación de personas. Algo así como que alguien puede al mismo tiempo cepillarse los dientes y comerse un potaje.

Dinamarca asegura que de lo que se trata es únicamente de poner más personas y tecnología en función de la seguridad en la frontera. Que la mayoría de los que pasen por allí solo se llevarán «un amable apretón de manos» del guardia fronterizo. Pero el eurodiputado «verde» francés, Daniel Cohn-Bendit, aclara con ironía de qué va la cosa: «El control será facial. Los de piel oscura o los diferentes no pasarán». A saber, que para ellos también habrá apretón de manos, seguidos de una llave a la espalda y una invitación a montarse en un vehículo con el rótulo «Politi» (policía, en danés).

Lo triste del caso es que al «triángulo de la desconfianza» que hoy forman París, Roma y Copenhague, se pueden sumar al menos otra docena de Estados que ya piden revisar Schengen. Nadie habla de abolirlo, no, pero sí de retocarlo para que sea posible suspenderlo «en circunstancias excepcionales» y «como último recurso». Entre los pocos que se oponen, está España, que explica que ya existe esa posibilidad —las fronteras se han cerrado, por ejemplo, ante «amenazas de orden público», como cuando se casaron los príncipes de Borbón en 2004— por lo que no habría que añadir ni corregir nada al texto actual.

En fin, los gobernantes tomarán una decisión en la cumbre de junio. Si finalmente se enmienda el Tratado, la extrema derecha de varios de estos países llorará de gratitud al ver premiado su deseo de ver cómo en la UE cada uno va velando cada vez más mezquinamente por sus intereses y da la espalda a los demás.

Como en los «viejos buenos tiempos», cuando el emperador austríaco y el rey de Francia se pedían la cabeza, el káiser alemán recelaba del rey polaco, el castellano le ponía zancadillas al portugués, etcétera, etcétera…

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