Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Y no cambio la champola…

Asombros, regocijos y miradas de una gira por seis ciudades europeas

Autor:

Yunet López Ricardo

El joven de la Aduana me devolvió el pasaporte con una mirada extraña, casi escéptica, y yo ni siquiera le fruncí el ceño, porque la inmensidad del Charles de Gaulle, con sus tranvías interiores, numerosas escaleras eléctricas, salones llenos de maletas y personas con sobretodos, botines y caras serias, me había invadido los ojos.

Recuerdo que me prometí salir a la calle para aprovechar las cinco horas de espera por el avión que nos llevaría a Roma, y al menos ver las carreteras de París o la silueta de la Torre Eiffel, pero alguien me dijo entre risas que este aeropuerto no era una cooperativa, sino uno de los más grandes del mundo.

Esperamos; éramos tres «guajiros» en París: el improvisador Héctor Gutiérrez, el músico Paco Rodríguez y yo; ya en la tierra del Coliseo nos esperaban Alexis Díaz-Pimienta, Emiliano Sardiñas y el cineasta David Riondino, todos dispuestos a reescribir en versos súbitos obras de la literatura universal como Romeo y Julieta.

Esta locura cuerda del repentismo unido al teatro se hacía una realidad de intercambio cultural gracias al proyecto El Punto Cubano…, el cual pretende difundir la cultura campesina y está cofinanciado por la Unión Europea, con la participación de ONG como Cospe y Giano, e instituciones como el Centro Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado y el Instituto Cubano de la Música, entre otras.

A Florencia la conocí de noche, envuelta en luces y brisas frías que no me molestaron, aunque soy enemiga declarada del invierno. Bastó mirarla para comprender lo dichosa que era al estar en una de las cunas mundiales de la arquitectura y el arte; el sitio donde nacieron Vasari, Miguel Ángel, Rafael Sanzio, Leonardo da Vinci, Botticelli, Alberti, Donatello, Boccaccio, Maquiavelo y otros genios del arte.

Nuestras maletas corrían por las vías y era tal el sonido de las rueditas contra las piedras, que los florentinos debieron despertar ante esa «caballería cubana» que asaltaba pasada la medianoche a la que fuera la capital de Italia entre 1865 y 1871; imaginando entonces los carruajes de siglos pasados, comprendí por qué fueron adoquinadas en madera las calles de la Plaza Vieja en La Habana.

Con el gorjeo de las palomas en la ventana desperté a la mañana siguiente, y aunque llovía fino recorrí gustosa Firenze, donde se puede tardar meses escuchando la historia de una sola edificación.

Cámaras, poses, sonrisas, deseos de retratarme en el alma cada minuto, para después, como ahora, cuando estoy a miles de kilómetros, sentir aún bajo los zapatos las piedras de Florencia que engañaron a mis tenis en más de una ocasión y me hicieron caer, o las mágicas vistas desde el Ponte Vecchio sobre las aguas del río Arno, el único puente viejo que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial y sigue ahí, como si no hubiesen pasado más de seis centurias desde su construcción.

Ver pasar de un lado a otro a los apurados camareros de chaquetas rojas en el famoso café Le Guibbe Rosse, donde se reunían los poetas futuristas y aún lo hace la vanguardia literaria italiana. Sentada allí, desde una esquina de la Piazza della Repubblica, una de las más importantes de la ciudad, edificada sobre el antiguo ghetto judío de Florencia, surge la paradoja de que en el mismo lugar donde hubo alguna vez marginación y lamentos, hoy se yergue un carrusel dorado para los niños y emergen versos y líneas entre tazas de café.

Estaba ansiosa por llegar a la Piazza del Duomo, cuyo centro es la Basílica de Santa María del Fiore, conocida por su cúpula renacentista proyectada por Filippo Brunelleschi. Cuando la vi recordé aquellas frases que memoricé para la temible prueba de Historia del Arte en cuarto año: «y pilastras adosadas a la cúpula».

Dentro de ella los siglos pasan en minutos a través de los óculos y vitrales de Gibberti, o las pinturas interiores de la cúpula salidas del pincel de Giorgio Vasari.

Ahí está la catedral, regia y gótica, custodiada por el Campanile de Giotto y el Baptisterio de San Juan, exhibiendo su piso inspirado en el diseño de un vestido de la española Eleonora de Toledo, esposa de Cossimo I, perteneciente a la dinastía Médici.

Sendas estrechas con edificaciones altas, encrucijadas, sombrillas oscuras, Florencia me parecía un laberinto. Recuerdo la Iglesia de Santa Margarita, donde el poeta Dante Alighieri vio por primera vez a Beatrice, su musa, y actualmente está la «tumba» de quien tanto inspirara al autor de La Divina Comedia. A su lado una canasta grande, llena de mensajes como símbolo del amor real. Debajo de algunos sobres debe estar la nota pequeña que dejé.

De Florencia a Grossetto y Cagli, y luego Roma.

La Pirámide Cestia, una visión marmórea de Egipto, fue lo primero que me asombró al salir del metro en la Ciudad Eterna.

Caminamos una corta distancia y allí estaba, enorme, solemne, esplendoroso, el Coliseo, el más grande anfiteatro del mundo romano y una de las nuevas siete maravillas del moderno. Aquellas piedras me comían la mirada. Después de unos minutos escudriñándole cada espacio y tenerlo grabado en la mente, lo fotografié mucho.

Ahora allí los gladiadores son personas disfrazadas con cascos altos y capas carmines, quienes cobran cinco euros por dejarse retratar con los turistas. Un hormigueo de gente lo recorre a diario, algunos por pura curiosidad y otros para sensibilizarse y vivir otra vez la historia. Yo miraba sus alrededores y recordaba aquella foto de 1944, cuando los tanques americanos pasaban junto a él, y pensaba también en las espadas y las heridas, y el rugido de los leones y el bullicio de la gente… Sin dudas, en su idioma callado, las piedras hablan.

Y llegamos a la Plaza de San Pedro, donde junto a las columnas en forma de abrazo se reúnen los feligreses y se alza imponente la Columnata de Bernini. ¿Un pellizco, un estrujón de ojos, un zarandeo de hombros? Ninguno de los tres era necesario; yo estaba allí, contemplándola en toda su inmensidad y viendo hasta las sillas ubicadas en espera de las palabras del Papa en los próximos días.

Plaza San Pedro. Al centro, la Columnata de Bernini.

No podíamos abandonar Italia después de improvisar en verso Romeo y Julieta en cuatro ciudades sin hacerlo en Verona, el mítico lugar donde la ficción de la pluma de Shakespeare es una realidad amorosa recreando las discrepancias entre Montescos y Capuletos.

La casa de Julieta en Verona es uno de los sitios más visitados por los viajeros. La estatua de la joven en el patio ofrece el buen augurio de poder regresar a quien toque su seno derecho, lo que hicimos todos.

Una puerta repleta de candados atraía mi atención desde una esquina, como los del Puente Viejo florentino; en Italia cerrar un candado con el nombre de dos enamorados significa fortalecer y hacer duradero el amor, lástima que yo no tenía ni para mi maleta; si no, hubiese dejado uno prendido de aquella reja.

En el aeropuerto de Venecia, y con antojos que no complació el apuro, guardé mis ganas de mirar sus calles de agua, las góndolas atravesando los puentes y las lanchas ante los semáforos. A miles de metros de altura me consolé retratando sus arterias mojadas y así se hizo distante Italia. Bueno niña, deja algo para cuando vuelvas otra vez, bromeaban los poetas conmigo, y con esos comentarios que me hacían reír llegamos a Barcelona.

Desde las olas del mar Mediterráneo que la bañan hasta las gracias con zeta y los dos besos en el saludo, Barcelona me cautivó.

Lo primero que vi fue la Casa Batlló, del arquitecto Antoni Gaudí, en el mismo corazón de la ciudad, un edificio de luz blanca con balcones ondulados hechos de piedra y cristal que da la impresión de estar acostumbrado al asedio de los flash y  el asombro.

Barcelona, con su ausencia de estrellas en el cielo y su abundancia de brillantez en la noche, regala el espectáculo de la fuente mágica de Montjuic; una danza líquida de color y luz al ritmo de la música, donde cada chorro es un instrumento musical y la voz que guía obliga al agua a subir más de cinco metros.

Me llevo de Europa sus imágenes, la frialdad de su clima que terminó siendo cálido por haberla conocido, el tacto suave y admirado al palpar su historia, los teatros con arcos de medio punto y pinturas angelicales, el público que entendió los versos incluso antes de que los tradujeran, a los Alpes coronados de nieve, la fila de pinos delgados y verdes que adornaban las calles, las montañas huecas para que pasaran los trenes…

Pero ante esas maravillas prefiero el verde de estas lomas, los caminos donde los cascos de los caballos escriben con polvo los días, el escote de la mujer habanera y el pudor de una guajirita, los atardeceres dibujados por un laúd, el taburete recostado al bohío, la foto de las olas rompiendo en el Malecón, los almendrones resignados a no morir... Como dicen los versos del improvisador neopacino Chanchito Pereira: Yo no cambio una champola/ de guanábana bien hecha, / por la cinturita estrecha/ de un frasco de Coca Cola.

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