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Mi (otro) son Maracaibo

Sin el acoso de las lomas que circundan Caracas, la capital de Zulia se desparrama tranquila en una llanura que se pinta sola para mostrar su vastedad de concreto como gran competidora

Autor:

Enrique Milanés León

MARACAIBO.— Esta urbe recibe con ínfulas de capital. Una vez pasada la estatua ecuestre del general Urdaneta, «el más fiel a Bolívar», según suelen decir por acá, y de adentrarse en esa maravilla ingenieril que es el puente sobre el lago, una valla inmensa deja claro al visitante cuál es el pensamiento de quienes viven aquí: «Somos la primera ciudad de Venezuela».

Ya desde el puente Rafael Urdaneta uno se impresiona solo con saber que el carro en el cual viaja con ínfulas de cosmonauta descubridor es apenas otra rayita entre los 37 000 vehículos que, como promedio, atraviesan cada día los 8,6 kilómetros que al momento de la inauguración, en 1962, hicieron de esta obra la más extensa de su tipo en el mundo.

Ocho horas atrás, a una velocidad de vértigo, dejamos Caracas, la ciudad desafiada en su estatus por el desparpajo y la autoestima de los marabinos. A través de autopistas hechas, y usadas, para correr, vimos por la ventanilla un desfile de pueblos pequeños y vastas ciudades flanqueadas por vendedores de cebolla, pescado, chivos, panes, muebles y productos sin nombre.

De tramo en tramo las lomas emergían o se escondían en el horizonte y las curvas, cual especie de juego de atari de esta realidad, sugerían a veces el choque inminente contra la montaña y otras, la evasión milagrosa frente al desastre. Sobre el variable terreno verde o cenizo asomaba a cada rato la travesura del ángel que pinta de intenso amarillo la copa del araguaney, el árbol nacional de Venezuela que, florecido, semeja a la vera del camino una lamparita de noche en pleno día. 

Pero ya estamos en Maracaibo, la urbe que en 1945 impresionó a ese gran periodista y coterráneo mío: Nicolás Guillén, quien en apenas diez días por acá llenó su zurrón de metáforas dúctiles lo mismo para la crónica del reportero que para el verso del bardo.

Invitado por su amigo venezolano Miguel Otero Silva, bajo la formalidad del periódico El Nacional y la Asociación de Escritores Venezolanos, Guillén, que vino a Venezuela por un mes y estuvo cuatro, arrancó de esta manera tan suya la crónica Maracaibo y los maracaiberos: «Coronada de palmas y de rosas, jadeante bajo una temperatura de hierro en fusión, dormita Maracaibo junto a su lago viril, grande como el mar». Solo es cosa de leer dicho texto y ponerle encima, con la imaginación, la hermosa voz del escritor.

Después de ese retrato, ¿qué escribir? Debía hacerse una cuartilla de silencio por los siglos de los siglos, pero la ciudad manda otra cosa, sobre todo cuando ha mostrado de nuevo las palmas, las rosas, el color y el calor… la corona de gente. Desde su pública defensa de la zulianidad» y la enorme bandera de ese estado plantada al lado de la tricolor, Maracaibo muestra tintes propios en sus paisajes geográfico, urbanístico y humano. Es, en efecto, la ciudad más caliente de Venezuela pero, soles bajo el sol, sus habitantes no lo resultan menos.

Sin el acoso de las lomas que circundan Caracas, la capital de Zulia se desparrama tranquila en una llanura que se pinta sola para mostrar su vastedad de concreto como gran competidora, y sus pobladores parecen hacer, de una canícula que en las tardes alcanza tranquilamente los 40 grados, el ambiente ideal para abrazarse entre sí mientras Doña Natura se ocupa de abrasarlos a ellos, a fuego lento.

El pueblo marabino es —lo escribió Guillén y lo palpó este aprendiz de cronista— «…franco y cordial, y se abre a la amistad en un impulso directo». Si al camagüeyano del mundo le recordaron rasgos del voceo de nuestros viejos coprovincianos, a mí me recuerdan un tanto más los calurosos afectos del sur oriental cubano, donde el único «canto» probado por los especialistas en lengua es… el de la cordialidad.

De allá, de nuestra «tierra caliente», era el santiaguero que tuve en mi tarareo mientras permanecí en la capital zuliana: José Antonio Castañeda, el humilde albañil que un día le presentó a Beny Moré un montuno con el cual el Bárbaro del Ritmo pondría a bailar al mundo. A la postre, José Antonio dejó las palas, las frotas y carretillas, pero su nombre lo dejó a él: desde entonces, cual si fuera venezolano, todos lo llamaron Maracaibo.

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