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Bolsonaro, el «salvador»

Nuevas arbitrariedades harán más azarosa la vida de las mayorías en Brasil, en tanto se levantan tapias para que la izquierda no vuelva al poder

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Jair Bolsonaro se ha autodenominado el Mesías y en verdad, se siente tal. Por tanto, la población brasileña tendría que bregar para conseguir que descienda del altar en que ella misma lo colocó cuando le dio los más altos porcentajes de votos, o esperar los próximos comicios.

En siete meses, el Presidente se las ha amañado para seguir manipulando la justicia, y dominar la mayor parte del Congreso y buena parte de una institucionalidad que desbarata a su antojo, como si en vez de un país —y uso la imagen de una colega brasileña— manejara un clan donde sus parientes y amigos son quienes van a los principales puestos, no importa que sobre ellos pesen cargos de desempeño corrupto. Así el mandatario apalea la democracia.

Las protestas vistas esta semana contra la reforma previsional constituyen apenas una chispa del incendio social que podría esperarse de sus medidas; pero todavía no hay evidencias de que las llamas del descontento crezcan y avancen tanto. Haría falta un gran esfuerzo unitario y movilizador porque, precisamente, su régimen busca descabezar a la izquierda política, matar sus paradigmas, y aniquilar a los movimientos sociales.

Los recortes al sistema de pensiones muestran ese quehacer desconocedor del sentir popular y fueron aprobados en la Cámara baja del Congreso luego de varias enmiendas, con el respaldo de la bancada del Partido Social Liberal de Bolsonaro, legisladores de derecha y del llamado lobby del agronegocio, que tantos favores debe al mandatario.

Se trata de diputados que pertenecen al llamado Frente Parlamentario Agropecuario, quienes ayudaron a catapultarlo a la presidencia y a los que Bolsonaro ha retribuido «el gesto» autorizando la entrada al país de más de 239 nuevos productos defoliantes, y dando concesiones a negocios que han depredado, solo durante este semestre, 3 000 kilómetros cuadrados de la Amazonía brasileña.

The New York Times ha calificado lo que ocurre en esta parte del pulmón verde latinoamericano como una «tragedia ambiental».    

Pero al actual ejecutivo de Brasil le importa un bledo la naturaleza, como le interesa nada la gente. Lo que vale es el mercado. 

Se sabe que con la reforma a las pensiones, que ahora debe debatirse en el Senado, Jair Bolsonaro espera paliar la incómoda posición de una economía en aprietos, que parece ser el punto focal de su desempeño en este momento.

Según los expertos, el crecimiento de Brasil no rebasó el 1,1 por ciento en 2017 y 2018, y las proyecciones para este año son del 0,81 por ciento.

La reiteración de números en rojo durante lo que va de 2019 ha ocasionado que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe redujera la expectativa de crecimiento del PIB de este año para la región. Se estimó primero que  sería de 1,3 por ciento, pero hace tres días Alicia Bárcena, la secretaria ejecutiva de esa instancia de la ONU, disminuyó el índice esperado a 0,7, y dijo que la rebaja iba a cuenta de las economías de Brasil y de México.

A pesar de que todos los males del país son achacados por la derecha a los gobiernos del Partido de los Trabajadores, la caída económica empezó precisamente con la democión de Dilma Rousseff mediante su manipulado impeachment, en 2016. Desde entonces Brasil ha vivido una reducción del PIB de siete puntos porcentuales, de la mano del repudiado derechista Michel Temer. Uno de los saldos ha sido la irrupción de 13 millones de desempleados.

Ahora, los recortes en las jubilaciones se instauran en el malentendido de que facilitarán menos gastos al Estado y le posibilitarán crecer; mas lo único seguro es que harán más menesterosa la vida de los pensionados y más difícil a los trabajadores alcanzar la jubilación.

No constituyen la única agresión contra la ciudadanía a cambio —como ha ocurrido con otros regímenes de este corte— de la esperanza de enderezar la macroeconomía.

Uno de los primeros golpes lo sufrieron las universidades, con un recorte de más de 82 millones de dólares de su presupuesto, instaurado mediante retenciones por decreto, que constituye la mayor reducción presupuestaria de los últimos años y se extiende a programas de asistencia social sobrevivientes de la era Lula-Dilma.

Bolsonaro quiere, además, acabar con el Ministerio del Trabajo y, especialmente, anular la justicia laboral, porque entiende que le otorga a los empleados demasiados derechos.

Los tres pilares

Tal desempeño teniendo como timonel al ultraneoliberal Pablo Guedes desde el Ministerio de Economía, resulta consecuente con el retrato que ha hecho el politólogo brasileño Emir Sader acerca del mandato de Jair Bolsonaro.

Según el estudioso, su ejecutoria transita sobre tres ejes: esa preponderancia del mercado que se antepone a todo; la presencia de los militares en el Gobierno, y la construcción de un Estado policial que busca hacer funcionar al Ejecutivo como lo ha hecho la sucia, manipuladora y brutal Operación Lava Jato. Para eso está el exjuez Sergio Moro en la cartera de Justicia.

Por ende, tampoco debe esperarse una vida más tranquila en las calles.

Bolsonaro sigue luchando porque se apruebe el libre porte de armas, que fue rechazado en el Congreso; aboga por que sea lícito que la policía pueda disparar a cualquier sospechoso de delincuencia en plena calle («los chicos morirán en las calles como cucarachas; y tiene que ser así», dijo en una entrevista divulgada en YouTube), y reitera su admiración por la dictadura mientras se apoya en los militares para nutrir los puestos de su ejecutivo.

No es de extrañar entonces que no se inmute ante los crímenes que el régimen dictatorial cometió entre 1964 y 1983 en Brasil, y rehaga la comisión de la verdad que debía investigarlos, colocando en ese ente a miembros afines.

Es una actitud consecuente con su personalidad dura y violenta, Jair Bolsonaro se dice defensor de la democracia, pero blasona de que es un capitán del ejército y desgobierna moviendo fichas de modo dictatorial.    

Aunque su falta de ética y de sentido de humanidad espeluznan, el suyo es un desempeño previsto por quienes no sucumbieron al engaño. 

Concurrió a las urnas antecedido por los epítetos que lanzó durante años, desde su curul como diputado, contra el comunismo, las mujeres, los gays y los negros. Era impensable que acceder a la presidencia devolviera a un Bolsonaro distinto, por más que al presentarse como un hombre supuestamente alejado del establishment encandilara a quienes también perecieron ante las maniobras judiciales y mediáticas que castigaron a Lula y satanizaron al PT (Partido de los Trabajadores).

Hoy, las encuestas dicen que los ciudadanos que respaldan a Bolsonaro han disminuido desde el 55 por ciento de electores que le dieron el voto en la segunda vuelta electoral, a un entorno del 30 por ciento.

Y Lula, el eventual contendiente que, según todos los sondeos, habría ganado las elecciones, no solo sigue preso cuando Bolsonaro ya se hizo del Ejecutivo, sino que se le castiga cada vez más con medidas que, por su arrogancia y carácter abusivo, se erigen como bofetadas a la verdad.

Es una muestra de abuso de poder que ratifica el aspirado dominio omnímodo del régimen de Bolsonaro, y parece amenazar: «Recuerden que yo soy el que manda».

Castigo innecesario

El peligroso y abusivo intento de  trasladar a Lula desde la sede de la superintendencia de la Policía en Curitiba, donde guarda prisión bajo un régimen especial, fue hasta ahora negado y constituye una prueba de fuerza ante las verdades reveladas en las semanas recientes por el sitio web The Intercept y el periodista Green Greenwald, uno de los tres reporteros que realizó la investigación, colaborador en su momento de Edward Snowden, y cofundador del sitio.

Las conversaciones vía chat develadas han confirmado las denuncias de la defensa y del PT de que no hay pruebas para condenar a Lula, y demuestran que las varias causas abiertas en su contra se fabricaron bajo motivaciones políticas.

Por si fuera poco, un ex directivo de la firma Odebrecht, Carlos Armando Paschoal, ha confesado al testificar en otro caso, que fue «casi obligado» por los fiscales de la operación Lava Jato a «construir una historia» para incriminar a Lula, gracias a lo cual él solo fue condenado a dos años de prisión con régimen abierto, en virtud de las llamadas delaciones premiadas que han provisto a los procesos judiciales brasileños de tanto falso testimonio.

Lejos de llevar a la apertura de una investigación a fondo y anular los procesos contra el líder del PT, tales aseveraciones son respondidas con peores castigos contra Lula, en tanto se ha traslado para el curso de este semestre, sin fecha precisa, la ventilación del habeas corpus pedido por la defensa.

Todo se ejecuta bajo la batuta de Sergio Moro desde el Ministerio de Justicia y en el propósito, también, de salvar «su honra», pues reconocer las culpas del exfiscal sería aceptar las malas artes con que el actual mandatario llegó al Palacio de Planalto.

Dios halle a Brasil confesado si, en verdad, Jair Bolsonaro respondiera al nombre de su bautismo evangélico. ¿Mesías?   

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