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Nicaragua: el pasado cuenta

Las autoridades sandinistas han convocado para hoy elecciones generales,pero EE. UU. y sus aliados no querrán reconocerlas

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Nuevas sanciones contra Nicaragua aprobadas esta misma semana en el Congreso de Estados Unidos, dibujan el panorama real en que tienen lugar las elecciones presidenciales de hoy: un escenario de acoso y mantenida guerra no declarada, que pretendería usar los comicios como trampolín para la injerencia plena.

La Ley Renacer (siglas en inglés de Reforzar el Cumplimiento de Condiciones para la Reforma Electoral en Nicaragua) acaba de ser aprobada por la Cámara de Representantes y ya pasó por el Senado, por lo que solo pende del visto bueno del presidente, Joe Biden.

Su carácter lesivo pretende involucrar a la Unión Europea, Canadá y vecinos latinoamericanos y caribeños en un mayor recorte de los préstamos de las instituciones financieras internacionales a Nicaragua, revisar su participación en el pacto de libre comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (Cafta-DR), y sanciones selectivas contra funcionarios nicaragüenses que en el Norte consideren «violadores» de los derechos humanos, entre otras medidas.

Su rápido paso por la Cámara baja a pocos días de las presidenciales, confirma la presencia en el proscenio de un «candidato» invisible cuyo empeño es derrocar un modelo que ha dado a la ciudadanía más satisfacciones que penas desde el triunfo de la Revolución Sandinista en 1979, lo que significó el fin de la dictadura asesina de Anastasio Somoza.

Una década después, ese mismo actor fantasma fue el real protagonista de la derrota del sandinismo en las urnas el 25 de febrero de 1990, al aupar y financiar una alternativa personificada como solución al bloqueo naval y la guerra de la «contra» —así se conocía a las bandas de la contrarrevolución—, que ese propio intruso hegemónico promovió y armó.

En busca de la paz, los votos perdidos entonces por el FSLN se fueron a la llamada Unión Nacional Opositora que representaba Violeta Barrios de Chamorro: la Casa Blanca había dejado claro que la presencia del sandinismo en el poder significaría más agresión.

Siguieron 16 años de ejecutivos corruptos y entreguistas pero aliados a las decisiones estadounidenses, que propiciaron la extinción de todas las medidas implementadas por el FSLN para paliar el atraso social entronizado por el somocismo, y los mínimos pero importantes pasos dados en el campo económico.

Esas angustias, y una política de alianzas que desanudó tradicionales entuertos con sectores clave para la sociedad como la alta jerarquía de la iglesia católica y la empresa privada, posibilitaron el regreso del FSLN al poder en el año 2007.

Fue necesario poner en marcha otra campaña de alfabetización porque una nueva generación había crecido sin facilidades para aprender a leer y escribir, restaurar el acceso a la salud pública, y reimplantar medidas de apoyo al campesinado, donde se encuentra la mayoritaria base social.

La estabilidad, y resultados en la esfera económica mediante un sistema de economía mixta, acompañados de una política de cooperación regional en una Latinoamérica donde habían irrumpido similares modelos solidarios y de justicia social, caracterizaron el quehacer de un FSLN que cambió en su imagen el rojo y negro por el fucsia, pero que ha mantenido inamovible la esencia de sus ideales.

Para abril de 2016, el FMI, cancerbero de las políticas financieras internacionales, y propiciador de onerosos endeudamientos, ratificaría el reconocimiento que había hecho a Nicaragua siete años antes: «La economía nicaragüense sigue registrando tasas de crecimiento elevadas y políticas macroeconómicas sostenibles. En 2015, el Producto Interno Bruto (PIB) creció 4.9 por ciento y el promedio de los últimos cinco años (5.2 por ciento) es uno de los más altos de la región».

Pero la bonanza duraría hasta el próximo zarpazo. Para 2017, concomitando con la tercera reelección al hilo del líder sandinista Daniel Ortega y de cara a las municipales de noviembre de ese año, el Congreso de Estados Unidos ya amasaba la Nica Act, primera de una serie de sanciones que vendría después.

Aprobada finalmente en 2018, la ley nombrada oficialmente Nicaraguan Investment Conditionality Act (Ley de Condicionamiento a la Inversión Nicaragüense) buscó el bloqueo de los préstamos de las instituciones financieras internacionales a Managua, entre otras medidas punitivas, a menos que esta tomara «medidas efectivas para celebrar elecciones libres, justas y transparentes», argumentaron sus promotores de la ultraderecha floridana de origen cubano, tan engañosamente como se hace contra Venezuela o contra la propia Nicaragua, otra vez, ahora mismo.

La respuesta de Daniel Ortega fue consecuente con las circunstancias. Se trataba, denunció, de «la continuidad de políticas históricas de injerencia imperial de EE. UU. en Nicaragua».Es lo que vemos hoy.

Historia que es presente

No fue aquel, sin embargo, el único flanco de agresión. En abril del propio 2018, las inusitadas y masivas manifestaciones con que cientos de nicaragüenses se hicieron a la calle tras el detonante de una reforma a la seguridad social que de inmediato había sido derogada, constituyó la implementación en Nicaragua de un capítulo de guerra no convencional que ya había sido probada en Europa del Este y en algunos países del Medio Oriente: «revoluciones de colores» que en verdad son bien oscuras, y sumieron a Nicaragua en meses de inestabilidad con su cuota de arrestados, muertos y heridos.

Por los canales subterráneos hacía rato había vuelto a correr el dinero enviado desde EE. UU. para fomentar la oposición y la subversión, como a finales de la década de 1980.

Según investigaciones citadas por el sitio Misión Verdad, solo para apoyar una red de comunicación que sostuviera la estrategia mediática contra el sandinismo, se ha canalizado por medio de la Usaid (Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional), unos diez millones de dólares desde el año 2009. Siete millones de ese total fueron para la llamada Fundación Violeta Barrios de Chamorro para la Reconciliación y la Democracia entre 2014 y 2021.

El artículo califica a la Fundación como «un vehículo central para el apoyo financiero, técnico y logístico masivo de Washington a la oposición nicaragüense, actuando como lo que la CIA llama un “punto de paso”: una organización de terceros que sirve como un canal aparentemente independiente para dar financiamiento del Gobierno de EE. UU. a grupos políticos y medios de comunicación extranjeros».

En total, se calcula que desde el retorno sandinista al poder, Washington ha canalizado para la misma causa, decenas de millones de dólares.

Sin embargo, ahora se acusa al país de ser una democracia defectuosa que irrespeta los derechos humanos, término politizado y manipulado hace decenios. Es la misma justificación con que se sataniza y ataca a los modelos de cambio frente al status quo de capitalismo descarnado, que los poderes derechistas quisieran mantener de modo global.

Tales antecedentes resultan imprescindibles para entender lo que acontece este domingo en torno a una lid electoral para presidente y diputados que se cuestiona por la ausencia de aspirantes de la derecha encausados bajo el señalamiento de manejos corruptos, y de facilitar el intervencionismo estadounidense; entre ellos, dos llevan el apellido Chamorro.

A pesar de que algunos titulares propalan que «no hay candidatos» —falsa aseveración que pudiera haber penetrado  parte del electorado pues algunas de las encuestas, que ya se equivocaron en Nicaragua en 1990, anuncian alta abstención— compiten cinco candidatos opositores frente al FSLN y Daniel Ortega. Algunos de ellos son postulados por agrupaciones de larga data y experiencia como el Partido Liberal Constitucionalista y el Liberal Independiente.

El registro, las mesas y boletas están listas hace rato, y unos 200 veedores internacionales fungirán como acompañantes para dar fe de la transparencia.

Todo parece en orden. Pero no es eso lo que Estados Unidos quisiera.

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