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Visión de un soldado sin bandera blanca

Tengo frente a mí a este hombre de la Unidad Popular de Chile, con un casco de soldado, defendiendo el honor que los suyos le otorgaron en las urnas casi tres años atrás. No se dobla por las traiciones de quienes le juraron lealtad y ahora lo atacan horriblemente y lo conminan a rendirse. No lo intimida Baeza, ni Pinochet... ¡nadie!

Autor:

Osviel Castro Medel

Tengo ante mis ojos el Palacio de La Moneda, convertido en un chorro de humo y de metralla.  En el centro del paisaje horrendo hay un chileno puro, un latinoamericano sin trucos, un presidente que no se le quiebra la voz por las bombas que caen a su lado.

Tengo frente a mí a este hombre de la Unidad Popular de Chile, con un casco de soldado, defendiendo el honor que los suyos le otorgaron en las urnas casi tres años atrás. No se dobla por las traiciones de quienes le juraron lealtad y ahora lo atacan horriblemente y lo conminan a rendirse. No lo intimida Baeza, ni Pinochet... ¡nadie!

Tengo ante mis ojos las escenas dantescas de este 11 de septiembre de 1973: veo a este amigo de Cuba, rodeado de unos pocos, disparar su fusil contra todo un ejército, sin cansarse, sin enseñar bandera blanca. Combate hasta la muerte misma. Su sangre está en las paredes, sus espejuelos por el piso, su mesa pisoteada de matones.

Han querido desaparecerlo porque su verbo corta, despierta, sacude, tiene verdades en su filo. Han querido enterrarlo a los 65 años, antes de que siga creciendo más allá del cobre y del salitre.

Veo a sus miles de partidarios mutilados salvajemente en las calles, perseguidos por hordas, atropellados, encarcelados, desaparecidos.

Lo miro con una bala en la vena y sin embargo... lo sé vivo. Veo a este médico de profesión y político por convicción, con un nombre salvador, hecho letra e idea en la pampa, en la costa y la mina.

Lo veo desbaratar una feroz  dictadura de 17 años. Su ejemplo germina en las grandes alamedas, en las calles  que se llenaron de horror tras su desaparición física.  Lo observo hablando por los que quedaron sin voz, limpiando el «desierto calcinado», haciéndose brújula a cada hora.

Lo avisto, a pesar de los golpes, más robusto, mejor soñador y más soldado. Le estrecho la mano, le canto una canción que me hace pensar inevitablemente en los ausentes. 

Lo aplaudo en la misma plaza de Santiago y admirado le pido por el porvenir de tantos: ¡Sigue sin rendirte, presidente Salvador Allende!

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