Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El eterno cursista

Autor:

Julio Martínez Molina

A cualquiera que no lo obnubile la jactancia, desde que comienza a pertrecharse de conocimientos le retumba en los oídos la advertencia clásica helénica: «Solo sé que no sé nada».

Cada día de estudio es una lección de vida y una fuente de aprendizaje, que no solo acrecienta el bagaje cultural del individuo sino que le ennoblece el espíritu y le preserva en gran medida de poseer una visión errada del mundo.

Además de cultura, el estudio aporta información de diverso signo que amplía la panoplia teórica del ser humano. Y la información, sabemos, es poder; incluso en estos tiempos de marcada tendencia a desdeñarla en favor de la ligereza.

Todo lo anterior es indiscutible, pero de ahí a pasarnos la vida en un eterno curso van kilómetros.

En nuestro entorno, favorecido por las facilidades que da la sociedad y el sistema de educación, existe un espécimen endémico. Se trata del eterno cursista.

Un personaje que, de los 365 días del año, pasa 300 en diplomados, maestrías, seminarios, ciclos de conferencias y cuanto curso aparezca, no importa que le hayan impartido lo mismo decenas de veces en su afán patológico de estar en un aula, aun sin un claro sentido de para qué.

Y aquí hacemos un alto para posibles malentendidos: esta curiosidad local en lo absoluto tiene que ver con el sujeto interesado realmente en una superación sistemática.

A estos últimos, dueños de un deseo sano de saber y no dormirse en escalones pretéritos del conocimiento, los diferencia de aquellos otros el propósito y la conciencia exacta de lo que necesitan. Para sí y para el medio laboral donde trabajan.

Por lo general quienes están amparados en un objetivo lógico guardan un interés semejante al del colectivo laboral que lo ha enviado al curso.

El eterno cursista, sin embargo, se autopropone. Acecha como el coyote al correcaminos cualquier eco de potencial curso. Y cuando llega uno de estos a la entidad donde presta servicios, es el primero en reclamarlo.

Como es tan rápido y tiene olfato tan agudo, es difícil rechazar su petición.

Solicitud siempre amparada en supuestas necesidades académicas que contribuirán a un mejor desempeño suyo.

Pamplinas: el eterno cursista a todas luces constituye un experto en la elusión, y ha hallado en la vía de la seudosuperación un modo de mantenerse a flote, sin sudor y durante un largo tiempo, en un puesto que en la práctica no desempeña pues nunca está allí.

Da igual que el curso sea sobre cómo amarizar en el Mar Muerto o sobre el uso de la silicona en la industria del arte. Al indomeñable cursista, ni fu ni fa.

Mientras más larga sea la «experiencia lectiva» mejor. Más tiempo fuera del ámbito laboral, menos carga...

Aunque a veces el curso es demasiado prolongado y eso tampoco le place porque lo agobia. Entonces lo abandona, y salta para otro, cambiando de caballo en medio del hipódromo.

El personaje hace su agosto en la canícula del descontrol. Su única barrera de contención serían las administraciones, la llamada a capítulo de quien le corresponda, el rechazo de quienes albergan más laudables intenciones y los refrenen para cortar el paso a estos tan ociosos como descartables «abanderados del conocimiento».

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