Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El caso de las promesas

Autor:

Luis Sexto

Hablemos de las promesas, ese compromiso verbal que suele diluirse en el aire vago de un día con prisa. Si meditamos un tanto, con alguna profundidad, nos parecería claro que el mayor inconveniente de las promesas es ese: que no puedan cumplirse. Y como resultado del lance solo hay un perdedor: el que prometió, si lo hizo a título personal. Ahora bien, si se promete en nombre de una institución, el asunto es más grave.

Ese último aspecto, el social, es el que hoy me interesa. Prometer lo que no se va a cumplir, es un acto impolítico que, con el tiempo, si uno se habitúa, puede derivar en demagogia. En la historia de la Revolución es apreciable la cautela con que se han formulado las promesas. Ha habido tanto cuidado, que a veces, donde cabía dar una esperanza, la verdad franca, el por ahora no es posible, ha venido a proteger el prestigio de la obra revolucionaria. Recuerdo —y aún conservo la frase en una de mis agendas de trabajo— cuando Fidel, en un encuentro con decenas de periodistas, nos dijo: «No se puede prometer lo que no se va cumplir».

Ahí está, en Fidel, la norma, la conducta, la ética de los cuadros. Porque nadie puede prometer como individuo lo que corresponde al Gobierno, al Estado, a las instituciones. Nadie, pues, tiene el derecho a dañar el crédito institucional, intentando salir de un apuro, una situación comprometida, prometiendo cuanto él sabe que no será posible cumplir. Claro, no estoy pensando hipotéticamente. Es lamentable, pero cierto. Algunos están aplicando la promesa como una técnica. Cartas, llamadas, mensajes electrónicos se quejan de que, hace siete años me prometieron solución a mi problema y todavía espero. Siete años. Y diez. Y seis meses... Cualquiera diría que son anécdotas, hechos aislados. Bueno, podría ser. Lo que ocurre es que en el día pueden contarse muchas anécdotas de ese corte. Y ya dejan de ser únicas, raras. Para saberlo, parece oportuno andar, oír, ver. Los papeles y los informes no cuentan esas cosas.

Estas promesas irresponsables se vuelven sal y agua cuando, en cualquier momento, cambian a los directores, y el nuevo se lava las manos: no es mi problema... Pero ¿no hay una continuidad en la acción administrativa, en la política nacional? ¿Puede alguien desentenderse de un compromiso contraído por su antecesor en el cargo? Ah, en ese incidente pierde la institución. ¿Quién lo duda?

Resulta elemental que nuestro lenguaje sea «sí» y «no». Sobre todo un NO matizado, atemperado, por las explicaciones que clarifiquen la negativa, sobre todo, por la carencia de recursos. ¿O es que acaso faltan explicaciones? ¿O convicciones?

Pueden entenderse las causas de la pobreza; nunca una promesa falsa.

No quiero, desde luego, ejercer una función que no se ajusta a mi papel. Estoy simplemente juzgando, como comentarista, unas incidencias que inquietan por su relativa frecuencia. Por ello, creo que puedo sugerir, basado en la doctrina del socialismo, que nadie está exento en este país de hacer eso que llamamos trabajo político. Todo lo que afecte al pueblo, ha de ser explicado por cuantos de una forma o de otra intervienen en el problema. Ninguna institución en nuestra sociedad vale por sí misma: existe en el organigrama estatal, porque posee un objeto, una razón, que la legitima: la gente, la sociedad.

Olvidarlo tiene un riesgo: perder prestigio. O lacerar la confianza en nuestra resistencia. Las cosas pasan, aunque yo no lo sepa. La ignorancia burocrática a nadie protege. Y a muchos perjudica.

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