Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Juaniquiqui

Autor:

José Aurelio Paz
No sé si alguna vez se sintió besado por la felicidad. No sé si aquellas pantagruélicas borracheras con que regresaba todos los días a casa, eran consecuencia del desamor de alguna mujer o de la vida misma. No recuerdo si sucumbió con la aspiración de Vallejo, de «morir en París con aguacero» o ni siquiera escuchó hablar del poeta. Solo sé que si yo supiera donde está, sobre su tumba, escribiría un epitafio.

Todos los «chamas» de mi barrio, en mi ciudad natal, esperábamos su llegada cada tarde. Por acostumbrada no dejaba de ser un acontecimiento. No perdía ese sabor a fiesta que aportaba su «nobiliario título» de borracho «ilustre» del pueblo, el más ocurrente y gracioso de todos los que he conocido y soportado. Creo que trabajaba en la construcción y nunca supe si le pagaban a destajo o si pedía prestado para beber, pero lo cierto es que sí tenía fama de hombre honrado incapaz de robarle el terrón de azúcar a una hormiga. Oí decir que, en su «cuesta abajo», llegó a beber, cuando no tenía otra cosa a mano, alcohol de farmacia con ácido bórico, a sabiendas de que su hígado se retorcía y quién quita que, en lo secreto de su alma, aquello fuera un suicidio lento y deseado.

Cuando aparecía él a la altura de la cañada, como una uva «ebria de gozo», la turba de muchachos que éramos suspendíamos el juego de bolas o de la quimbumbia. Mirábamos a lo lejos cómo se acercaba, en perfecto zig-zag, agigantándose en el horizonte de nuestra polvorienta calle; querida por cuna común a pesar de los comadreos y las insidias, de sus pobrezas comunes y de su solidaridad infinita demostrada, entre vecinos, a través del huevo prestado o el puñadito de sal «que no se devuelve —según las abuelas—, porque eso trae mala suerte».

Era como el rey del barrio. A su paso todo el mundo se asomaba a la puerta para saludarle o escuchar su «trova tradicional» de chiste. Juaniquiqui no era grosero ni impertinente. Luego de atravesar el inclinado umbral de la casa familiar, que como mismo exhibía su humildad en el encaje de su madera mostraba la decencia de una familia humilde, no había tánganas sino un silencio en que no sabíamos si estaba dormido o había muerto, hasta el otro día en la tarde cuando volvía a aparecer, porque se levantaba muy temprano, antes de que fuéramos al colegio, y se iba al trabajo.

Su picardía era proverbial. Sus expresiones, a voz en cuello, alarmaban y luego desataban la carcajada. «¡Viva Batiiista...!» —gritaba en la primera parte de su enunciado, con el propósito expedito de alarmar al auditorio, para luego concluir con una sonrisa cómplice: «...el chofer de La Guajira», un tipo popular que manejaba un camión en la barriada de ese nombre.

«¡Juaniquiqui, Juaniquiqui!» gritábamos y le hacíamos coro. Él nos acariciaba siempre las sucias cabecitas y nos decía: «No beban, que eso es malo». Y creo que esta expresión no era una borrachada más, sino algo que le salía del fondo de aquella noble botella humana que era, porque quizá, en lo más íntimo de su alma, ser popular de aquella manera, y a aquel precio, era una vergüenza que le pesaba tanto, como mismo le pesaba su cabeza a la siguiente mañana.

Un día desapareció de nuestro mundo, es decir, de nuestro barrio, y no hubo despedida de duelo porque, quizá, se pensaba que nada bueno se tenía que decir de aquel obrero bonachón, pero creo que su vida fue una lección amarga de lo que mata y seca el alcohol. Y lo confieso, a partir de ese momento, las tardes de mi calle no fueron iguales; faltaba su infausta alegría, como si Shakespeare nos hubiera robado uno de nuestros más connotados y tragicómicos personajes.

Al cabo de los años, y desde una latitud distante, no sé por qué hoy me he levantado pensando en hombre de nombre tan común y castizo como Juan, al que todos le decíamos, de cariño, Juaniquiqui; sin que el mote tuviera conexión alguna con la connotación que hoy tiene en nuestra sociedad, porque sí me consta que murió sin un solo centavo en el bolsillo aunque, tal vez, pudo haber sido un «papirriqui» al que la bebida le robó, también, su belleza física y espiritual.

Pienso que tenerle en el barrio fue un triste privilegio para quienes creíamos que aquella calle era el mundo, que cada piedra tenía una singularidad infinita y un significado, cuando cada tarde, a punto de las cinco, aparecía el tambaleante gigante, como el circo mismo, con sus guiños y monerías, dejándonos una importante sentencia: vivir no es levantarse y trabajar para, luego, ahogar el resultado del esfuerzo en un vaso de supuesta hombría precocinada. Vivir no es ver la vida a través del engañoso fondo verde de una botella. Vivir es algo más que eso y ha de tener la claridad y la pureza del agua que siempre llena mi vaso, el cual levanto ahora y tomo a la memoria de Juaniquiqui, pensando en el epitafio con que honraría su memoria: «Aquí yace el hombre que me enseñó a no beber».

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