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El embrujo de Macondo

Autor:

Juventud Rebelde
El CD cayó al piso. El informático llamó a la calma; pero aun así el dueño del disco sintió alarma. Años de búsqueda y sueños, convertidos en 700 megas, podían perderse por una simple caída. De manera automática, comenzó a resignarse. El cibernético se ajustó los espejuelos. Detalló el disco y dictaminó: «No hay problemas. Pruébalo».

La calma volvió. Sin embargo, con este episodio regresaban las interrogantes: ¿Cuán seguros estamos con la información digital? Por estos días, miles de estudiantes alistan los nervios para defender sus trabajos de diploma. Sin embargo, en el actual curso existe una diferencia crucial. Todas las tesis son entregadas en formato digital en virtud de una disposición del Ministerio de Educación Superior (MES). Cabe la pregunta: ¿podremos consultarlas en el futuro?

La inquietud no es válida solo para el MES. También le toca a múltiples instituciones, que en aras de facilitar su labor llevan hoy el grueso de sus conocimientos más actualizados al soporte digital. Y aquí está el gran dilema: se dan pasos para estimular los datos electrónicos, pero en muchos casos no se toman las medidas ni se diseñan los mecanismos para preservar ese tipo de información.

Hace poco, en España, el destacado escritor e investigador italiano Umberto Eco aseguró: «Si tuviera que dejar un mensaje de futuro para la Humanidad, lo haría en un libro en papel y no en un disquete electrónico». En ese tono, la UNESCO emitía los principios para salvaguardar ese tipo de patrimonio mediante la Carta de Preservación Digital. Según esa organización, en el 2006 existían en Internet 1 000 millones de páginas, cuyo tiempo de existencia se estimaba entre 44 días y dos años, mucho menos que una mascota de hogar.

La advertencia no es gratuita. Por el momento y hasta que la tecnología lo permita, los CD, los disquetes y las memorias tienen pocas esperanzas de vida. Comparados con el papel tradicional, se deterioran con rapidez y, aun cuando estén en buen estado, los datos contenidos pueden ser alterados con facilidad, de no tomarse las medidas de prevención.

Ese conflicto lo deben estar viviendo ahora diversas facultades universitarias. En la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de La Habana, por ejemplo, los profesores debieron pautar las propias reglas de protección de las tesis en formato digital y verificar, con el estudiante al lado, si el texto del documento se corresponde con la investigación que deben entregar.

A ello se suma otro detalle: no todos los profesores ni la mayoría de los especialistas convocados al tribunal poseen computadoras a las que puedan acceder con el tiempo necesario para evaluar los trabajos de diploma. Por lo tanto, el problema se multiplica.

La orientación del MES ha tenido, entre otras, la virtud de viabilizar la fase final de una investigación. La gran mayoría de los jóvenes universitarios y sus familias no tienen los recursos para adquirir el papel para las impresiones ni la encuadernación de los trabajos, todo en moneda convertible. Es una medida en esencia justa, pero que puede demeritarse si no tiene una verdadera complementación.

El gran problema está en la preservación de los documentos que hoy se entregan. ¿Podremos consultar ese conocimiento en el futuro si los soportes que lo almacenan no son guardados en cajas, libres de polvo y luz, alejados de campos magnéticos fuertes y bajo temperaturas y niveles de humedad permisibles?

Esas medidas, entre otras, no están pautadas en la disposición, como tampoco las tienen implementadas muchas de las instituciones que almacenan un cúmulo grande de información en computadoras. Lo más probable es que buena parte de esa producción intelectual desaparezca con rapidez, y con ella corramos el peligro de perder la memoria.

Esa amenaza se puede contrarrestar con medidas inteligentes y sin grandes costos. Pero de no hacerlo y de continuar hipnotizados por la tecnología, entonces estaríamos como los habitantes de Macondo en la novela Cien años de soledad cuando padecieron la enfermedad del insomnio: andaban por el pueblo, como uno de los tantos encantamientos, sin saber el nombre de las cosas. La suerte es que ese embrujo lo podemos evitar. Aún estamos a tiempo.

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