Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La aparente dulzura de las cosas

Autor:

José Alejandro Rodríguez

Ya el azúcar no es el «oro nacional», ni el guarapo es «la sangre de Cuba»; ya el ingenio no es «el corazón del país». Que lo sepa Miguel Ángel de la Torre, gran cronista de principios del siglo XX: sus metáforas languidecieron con las reconversiones económicas, a la vuelta de tantos años. Que se entere también el sabio Don Fernando Ortiz: no hay ahora contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, por abandono de esta última del combate por la primacía en nuestra vida. El ingenio de Manuel Moreno Fraginals hoy muele sus propios recuerdos.

La industria azucarera ya no sostiene el país, y ha cedido el estrellato en la cartera de ingresos económicos al turismo, el níquel, los servicios profesionales y las promisorias biotecnología y farmacéutica; mientras el tabaco se aferra a sus viejos humos, para no pasar a ceniza en los negocios exteriores.

La reestructuración de la que fuera nuestra primera industria no fue capricho: Cuba se vio entrampada entre la cada vez mayor depreciación del dulce en el mercado mundial —producto básico al fin— y la incosteabilidad de producirlo. Aunque también incidieron ineficiencias domésticas, como los bajos rendimientos que costaban un país.

Algunos entendidos piensan que la medida era impostergable, pero quizá muy precipitada en su alcance, al extremo de desactivar tantos centrales azucareros; pues no deben descartarse, como nos ha sorprendido más de una vez, futuras alzas de precios del alimento energético. Otros, no sin razón, defienden los mayores valores agregados de otros subproductos de la caña. La historia dirá…

Lo cierto es que a estas alturas, nadie sostiene aquella sentencia que flotó sobre buena parte de la Historia nacional, hasta las postrimerías del siglo XX: «Sin azúcar no hay país». Sin embargo, uno palpa cierta visión en la sociedad cubana de a Rey muerto, Rey puesto, en torno a la agroindustria que, aun con todos sus amargores, cimentó con dulzura la nación y nuestra propia identidad.

Incluso, pervive una percepción olvidadiza y lineal, de hecho consumado y superado, en torno a la reestructuración azucarera, un proceso que no debe escapar del análisis permanente: qué se hizo bien y qué no, cuáles saldos deja, qué preguntas aún esperan por respuestas. Pero eso es «recobrado» para entendidos y gestores de las políticas.

Solo quiero vindicar la memoria del azúcar, conmovido por un hermoso cuadernillo de relatos del colega y amigo Luis Sexto, que entremezcla mieles de su vida y reporterismo por centrales y bateyes, y las refina con la imaginación del buen narrador. Un delicioso libro, La aparente cordura de las cosas, de la Editorial Pablo de la Torriente Brau. Si alguien pretende aún darle la espalda al azúcar fecundo, y hacer cuenta nueva, que se lea esas viñetas pugnaces.

Por lo que representaron para Cuba el cañaveral y el ingenio, la reestructuración y reconversión de esa agroindustria han dejado demasiados «plantones» en la memoria colectiva y la nostalgia. Hay aún heridas abiertas, tristezas en bateyes y recuerdos imposibles de cerrar ni archivar, aunque lo dicte la lógica económica.

El azúcar, desde el humilde mascabado, fue el abono de nuestra historia como nación, de nuestras ideas independentistas y luchas obreras. En aquellos primeros años de construcción del socialismo, los ingenios, con sus azucareros en primera línea, fueron la avanzada, y escenarios también de complejidades y contradicciones del sistema, que bien las refleja Luis Sexto.

Al final, este cronista prefiere seguir viviendo, como Sexto, con el rigor y la puntualidad de aquellos pitazos, embriagado con el olor de la melaza; soñando, desde un banco en el batey de Cuba, que la vida puede ser buena y dulce.

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