Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Árbitros y jugadores

Autor:

Luis Sexto

Un cubano emigrado que observa a su patria desde una mirada cordial —actitud más que posible, cierta—, me preguntó hace poco: ¿Por qué aceptar tantos riesgos? Riesgos —decía él— de perder los principios fundacionales de la Revolución, como la independencia y la igualdad sin las cuales la libertad es tan solo un espejismo mediático en periódicos y televisoras de apropiación privada y millonaria.

El riesgo, como usted sabe —le respondí— es condición de la existencia humana. Por tanto, si salir a la calle es peligroso por la probabilidad de que un conductor irresponsable te aplaste, quedarse sentado nos amenaza con cualquier matadura cardiaca o metabólica. La misma disyuntiva experimentan los procesos sociales: hacer o no hacer. Y si quienes los protagonizan eligen lo último, afrontan el peligro de perecer en el retraso y la desesperanza. Todo cuanto tiene vida ha de andar hacia delante cumpliendo el sino de perseverar en su ser mediante la adaptación a las circunstancias.

Esa fue mi respuesta, sin invocar autores y libros. Simplemente, medió en la conversación la experiencia que viene en auxilio del desconocimiento. Pero —aclaré— no juzgues a personas y procesos por los riesgos que encaran, sino por la habilidad con que los esquivan, los anulan, los dominan. Por otro lado, desde diversas ópticas y lugares, buenas o malas intenciones enrarecen las pantallas de Internet, agitando los flecos del «miedo al capitalismo» o de «la traición al socialismo». Porque, en fin, a quiénes están algunos ayudando con tanta alarma en momentos tan cruciales. ¿Acaso más que iluminar, no dispersan dudas y confusión en la bandeja de la unidad nacional? Y no me opongo al debate, sino al que se ejercita irresponsablemente. Tampoco reniego de la teoría, aunque si es concebida desde el teoricismo, puede derivar hacia el dogmatismo. Lo mismo podríamos apuntar del practicismo. O de consignas que se resuelven en infinitivos —una forma verbal que se emparenta con el modo imperativo—, y se pierden en el éter, como una señal falsa de que todo se ha comprendido.

Y ese, a mi parecer, es el riesgo mayor de Cuba hoy: que no comprendamos la estrategia para minimizar riesgos y acrecentar la vida del país. Y como secuela, siga vigente la percepción caduca, ese creer que todo puede responder al deseo o la voluntad o que las cosas deciden cambiar para permanecer iguales.

La estrategia evidencia que la economía cubana intenta partir hacia su renovación desde lo pequeño, lo particular. Y es exacto: la loma se empieza a subir en la base de la falda. Por tanto, aunque parezca redundar, repetir, el riesgo se agacha en la mentalidad con que se aplica o controla —ah, palabra tan recurrente y tan equívoca a veces. Aplicar y controlar son infinitivos que pueden ser conjugados de diversa manera: con toda la boca abierta para que la claridad se imponga en el sonido, o mordiendo los labios de modo que el diente también desgarre lo que las palabras significan como propuesta o proyecto.

Sí, me doy cuenta de que el término control es muy débil; suele oscilar entre la liviandad y la desmesura. En ambos extremos segrega un ácido que borra o distorsiona. En el término medio, es decir, en posición de equilibrio, se convierte en uno de los instrumentos para mantener el orden y transmitir confianza, esperanza, certeza.

Ahora bien, el control ejercido por unos, necesita del control de otros. Y volvemos a lo que desde hace tiempo navega entre el agua pesada de la quimera: el control democrático para que el control no se vuelva burocrático. Y de esa relación surge la urgencia de la correspondencia entre jugadores y árbitros. Y, como dice uno de mis amigos más agudos, si hay muchos árbitros, todos los batazos pueden ser «fao», o todos los corredores quietos en base. Por el contrario, si faltan, el juego entonces podría derivar hacia un «pitén» de barrio… Es decir, la legalidad no ha de operar como un ídolo que algunos quieren engordar con el humo de multas y sanciones. Más bien, es el libro sagrado que medie entre la creatividad y su límite. Entre el conocimiento de las necesidades y los actos que las resuelven.

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