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¿Burócrata yooo?

Autor:

Luis Sexto

Claro, la mentalidad burocrática no es una abstracción. Es más bien una conducta, un enfoque, una posición ante la gente y las cosas. Y si pretendiéramos ser más precisos y con ello más exactos, diríamos que es una hinchazón del papel público de la burocracia. Como una enfermedad social que se adquiere por canales estructurales.

En plano de «médico» tendría uno que hacer elementales preguntas: qué es la burocracia; qué sabemos del oficio del burócrata, palabra a cuyo estallido reclaman los que no lo son y protestan sobre todo los que lo son. De la burocracia sabemos, pues, que existe por ser necesaria. Ninguna organización social puede desprenderse del «conjunto de los funcionarios públicos», como la define el diccionario de la lengua en una primera acepción muy justa. El problema empieza cuando se convierte en una casta, con sus miembros aparentemente desconectados en lo personal, aunque ligados precisamente por una misma y estrecha visión enrarecedora y enrarecida: el burocratismo.

Esa enfermedad, según mi «manual clínico», consiste en ciertos perfiles ideológicos extremos, ciertas llagas en el tejido ético y, sobre todo, una tendencia a encaracolarse hasta el punto de afectar la conciencia; y entonces, un día, ya quien la padece no sabrá discernir entre lo correcto y lo incorrecto, lo honrado de lo que deshonra, la verdad y la mentira, lo útil de lo inútil. Y sobre todo —en su grado más pernicioso— llegará a sustituir campantemente los intereses de la comunidad por los intereses y bienestar de cuantos llenan y firman papeles, emiten instrucciones o administran bienes colectivos…

Lo sé: de esto se ha hablado, y no me queda otro remedio que atender el caso hoy. Lo había planificado en mi libreta de notas. Figúrense. ¿Acaso este «médico» se negaría atender a un paciente, porque antes lo atendió otro colega? Compréndanme, pues. Me parece que nuestro país necesita mantener bajo el escrutinio público al burocratismo. Y no digo a los burócratas. Porque si se sustituyeran —aunque a quien se equivoca con frecuencia habría que aplicarle el extractor o el bisturí—, quiero decir que, aunque se cambien las personas, si quedan intactas las estructuras condicionantes, el remedio es solo para eliminar, por un tiempo, los síntomas.

De esa conclusión, por demás evidente, hemos de reconocer la urgencia de apoyar y comprender la descentralización de la economía y de los servicios sociales. Tal vez muchos pequeños centros podrán convertirse en lados fuertes del centro mayor, el Estado socialista, cuyo antiguo papel de acumular en su esfera las gestiones vitales tanto como las de menor importancia, le impidió ejercer la principal: tomar el pulso a la sociedad en los sectores más alejados del centro.

Así, por supuesto, cada punto, cada servicio se erigió en réplicas verticales del gran centro: enviar abajo —así se decía— las normativas, y los de abajo en la escalera operaban con doble misión: recibir de arriba y a su vez seguir bajando las orientaciones, de modo que la cadena empezaba a torcerse por la falta de un control directo. Y con las torceduras, se engendraban los laberintos, el encaracolamiento oficinesco y la superabundancia de ventanas y planillas y, sobre todo, tanta impunidad como para corregir la ley y aplicarla o no aplicarla a conveniencia.

Pero no nos engañemos. Escribí ese párrafo en pasado porque me he propuesto trasladar la convicción de que nuestra sociedad está decidida a sacudir las estructuras obsoletas. Y si me he referido a lo inevitable de transformar la parte del orden que facilita la mentalidad burocrática, incluyo, como antídoto básico, la potenciación de la democracia socialista. ¿O no creemos que nuestra democracia sufrió la opacidad y la esterilidad de las prohibiciones burocráticas?

Esa ecuación, por tanto, ha de ser a la inversa: en vez de la burocracia controlar la democracia, que esta fiscalice a aquella. Y para lograrlo habrá que rehabilitar los canales medio tupidos de la horizontalidad y así las instituciones del Poder Popular habrán de vigilar, alertar, criticar, denunciar para que la necesaria verticalidad sufra menos riesgos de que algo o alguien se corrompa y distorsione nuestra obra y sus aspiraciones de mejoramiento. Porque si no la defendemos desde adentro, podrían escamotearla desde afuera.

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