Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Esquinas

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Parece que me caen de bruces cuando, una y otra vez, se ensañan felizmente a mi paso calle abajo. Y como el que no quiere las cosas las dejo pasar, las recluyo en mi mente como un incómodo escondrijo de tránsito, como damas solitarias envueltas en ese paradójico acompañamiento de quienes van y vienen, vienen y van, y vuelven.

Parece que se aproximan sigilosas a decirnos algo así como «espera mucho más de mí, no te conformes con rodearme como tantos y seguir de largo, descúbreme hasta la saciedad, hasta el desequilibrio de todas mis confluencias, no reniegues por azar y capricho de mi pose jorobada, o de mis días raptados por el bullicio, o de esas noches medio tristes que para qué evocarlas».

¿Quién me lo iba a decir? Pues bien, míreme ahora mismo aquí, en esta cronicada esquina de la plana, intentando regalarle un panegírico —pregúntese usted si merecido— a ese punto del plano de ciudad donde tantas historias se cortan, y otras tantas yacen truncas de valor, o gotean nostalgia porque ya están cortadas.

Estoy justamente en la coordenada que añoraba. Bordeo con inquietud las siluetas expresivas de la tinta y el papel, sin que me confunda ni me desaliente esta reñida proximidad al margen, esta colindancia mía con la orilla más vivencial y presumida del periódico, tendida siempre sobre una opinión. Desde este rincón reservado de sábado, he querido erigir entonces mis elucubraciones, casi casi al borde de la calle, buscando agudamente cómo encontrar el mejor ángulo para mirar la vida esquina adentro.

Claro que las hay de todo tipo, inmensas y estrechas; vacías y repletas; tristes y alegres; para llorar y reír, reír y llorar al mismo tiempo; con ventas, reventas y posventas; con ciertos vanidosos y mendicantes de la suerte que a fuerza de nada las han hecho suyas; con esos filósofos de tiempo libre a los que les sobran veredictos; con esos murmuradores de mañana, tarde y noche, correveidiles y cronistas a su antojo de cuanto ocurre.

Una esquina, si así uno lo quiere, es capaz de confiscarle el desánimo al caminante rectilíneo que a veces no advierte las curvas, y que prolonga su rumbo por inercia, porque anhela llegar rápido, como si no se llegara también doblando y parando, siguiendo y volviendo otra vez, en dependencia de las luces con que nos alertan los tantos semáforos y faroleros de esta vía por la que vamos.

En una esquina estampé mi primer beso aquella tarde de hace ya bastante tiempo. Yo, entonces robador de un «sí» adolescente e inesperado. Y en otra de esas atípicas convergencias, con la emoción algo esquinada a bordo de una guagua, comencé a sentirme por última vez impresionado.

¿Cómo decirlo antes de marcharme para que se entienda? Es más que una entidad física, más que cuatro caminos y un carro que cruza con torpeza. Una esquina es también recuerdo, historia y compañía.

Una esquina, ¿una esquina?, ¡Cuidado, lector! Mejor sigamos por la acera.

 

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